martes, 26 de junio de 2012

Los jugadores del pueblo

Todavía hay alguno que lo putea, que no entendió. Están siempre los que no ven, los que no escuchan, los que no quieren saber: son los que no son capaces de reconocer a los imprescindibles. Quizás no los vean o no los entiendan porque a ellos, los imprescindibles, les gusta prescindir de las obviedades. Peor para los necios, que no advierten más allá de las evidencias que resultan notorias.
Cómo no iba a ayudarlo Cacho al Negro García, que tenía la pierna rota. Y hablo del Negro García, un tipo que le dio todo a nuestro equipo. Los dos títulos, los únicos dos títulos de la historia, se consiguieron con él de capitán. Una bandera, el Negro.
Y si estaba tirado es porque lo habían reventado en serio; no era de hacer pantomima. Después se supo que tenía una fractura en la tibia. No había querido sacar la pierna en la jugada previa, cuando el árbitro, incapaz de esquivar la obviedad de que tenía por encargo mandarnos al descenso, no echó al nueve de ellos, que fue con plancha sobre el Negro. Igual, así y todo, a Cacho no lo perdonan. Y hablo de muchos de nuestros hinchas, que dicen que tendría que haber seguido con la marca y no desatender el partido. El ocho de ellos agarró la pelota y encaró al arquero. No estaban ni el Negro ni Cacho para defender. Aquel volante morrudo, insensible a la coyuntura, se puso de frente a nuestro arquero y lo ajustició. Pum. Fue como una bomba. La demolición de un equipo que respiraba poco y que, ante el gol, se desplomó sin oxígeno en el descenso. Vimos la muerte. Eso era la muerte, si no se espiaba a un costadito nomás, donde el Negro estaba tirado. Al lado, Cacho.
Todavía hay quienes lo putean a ese hombre que arriesgó un gol por atender a su compañero. Que fue capaz de tirar a la mierda el prestigio por socorrer a nuestro futbolista imprescindible. Cacho sabía que se le venía la muerte encima, que había lápida con su nombre. El futbolero no perdona un descenso, es su asunto más personal. Y Cacho dejó la marca pero nunca al Negro. Al Negro no lo quiso dejar.
Nunca volvimos de aquel descenso. Sin embargo me emociona saber que en ese equipo, nuestro glorioso equipo, había dos tipos imprescindibles.

(A diez años de la masacre de Avellaneda, este post va dedicado a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, el tipo que prefirió morir antes que abandonar a un compañero).

lunes, 25 de junio de 2012

Una charla íntima

Ella pasó por acá como un fantasma, como un vientito. Me dijo que vio y leyó y se entusiasmó y me contó una historia. Me dijo muchos “y” hasta detenerse en un punto. Ella es periodista, según me dijo. Y fue a un encuentro que la entusiasmaba porque le gusta la revolución y la historia y los hombres que hacen historia haciendo la revolución. Ella estuvo de cara a dos puentes con la historia que más le gusta conocer. Alberto Granado la acercaba al Che Guevara. Mario Antonio Santucho, a su fallecido papá y comandante del ERP Ejército Revolucionario del Pueblo), Mario Roberto. El escenario era La Habana, la tierra viva. “Usted es argentino y supongo que sabe quiénes son los dos”, me invitó a saber si no sabía. Quería ponderar a los protagonistas para continuar con el relato. Ella es francesa, por eso aclaró: “donde vivo yo, nadie sabe”. Y entonces resulta que filmaba el encuentro. Callada, no quería intervenir en un diálogo que, pensó, rondaría la discusión acerca de “los tiempos de dictadura en Argentina, los refugiados en Cuba, los años de esperanza, la vuelta al país, la desilusión, la impotencia, ¿y que mañana?...”. Me aclara que los dos hombres ya se conocían. Habían vivido a una o dos cuadras uno del otro. Pero los 53 años que los separaban eran muchos más largos que esos escasos metros. “Se conocían pero sin conocerse”, me advierte ella. Y me cuenta que, sin prolegómenos, la conversación empezó así, por parte de Santucho :
— Decime una cosa, Alberto. El Che, ¿de qué club era hincha?
Y pasaron una hora hablando de fútbol...

miércoles, 20 de junio de 2012

Mi yerno, el futbolista


Es así: mi papá llevó en su taxi a la novia de Marcos Cáceres, el 2 de Racing.
Era un viaje en el que ella iba para la cancha. O mejor dicho, iba a ver a su novio. El diálogo sucedió casi de casualidad, como debe ser entre dos desconocidos. Y llegó hasta acá, a este blog, sin que ella supiera que le estaba contando a mi papá, que me iba a contar a mí, una gran historia.

Antes de conocer a su pareja, la chica no sabía mucho de fútbol. No sabía mucho de Racing, salvo por su papá. Menos, mucho menos, sabía de Marcos Cáceres. Cuando lo conoció no tenía idea de que ese morocho fibroso, con pinta de hombre simple, iba a ser su novio. Supo que jugaba al fútbol profesionalmente en la tercera o cuarta salida. Y ni siquiera entonces imaginó que el asunto podría repercutir tan hondamente el día que lo presentara en su casa.

La cena fue tranquila, amena, aunque impregnada con cierta tensión lógica de las primeras veces. Son esas veces en que las madres quieren que salga todo bien, que sueltan sonrisas amables y cocinan lo mejor que saben. Son las noches en que todo encaja en un clima trabajosamente preparado, con escenas que bien podrían ser de películas. Esa vez, la cena fue a medida de Marcos Cáceres, que luego de comer fue invitado a pasar al living para tomar el café.

Ella, la novia, vio y no entendió. El, el padre, era un hincha más. Uno que lloraba, que lloraba mucho, mientras apoyaba la cucharita sobre el plato que acompañaba al pocillo. Lo dicho: los buenos modales eran producidos para la ocasión. De otro modo, aquel hombre, el padre, hubiese revuelto su café y apoyado la cuchara sobre la mesa. 
Verlo llorar a ese grandote era surrealista; nunca lo hacía. Pero además, el imaginario colectivo suele desvincular el llanto de las personas grandes en tamaño.

Ya llegando a la cancha, ella le remarcaba a mi papá que su papá nunca lloraba; no se permitía mostrar debilidades. Por eso –le relató– se sorprendió cuando él no pudo ni terminar el café. En ese momento ella le hizo saber a su papá que lo que hacía era un papelón, no por las lágrimas en sí, sino por la situación. Y él, tan grandote, tan seguro siempre, tan aparentemente fuerte para tomar decisiones, tartamudeó:
—Qué querés, tengo al 2 de Racing sentado en mi sillón.

lunes, 11 de junio de 2012

Se fue para quedarse

Tomaba vino como agua y agua como vino; su dieta líquida consistía en dos litros de tinto y un vasito con agua a la noche, después de la cena. Decía que de esa manera se iba a dormir fresco, con el paladar limpio. Eusebio era el futbolista al revés. Tenía por costumbre patear con la derecha, pero hacía la mayor cantidad de goles con la pierna izquierda. Y era defensor, aunque se pasaba el rato más largo del partido en el área contraria. La desobediencia táctica le valió el reproche de los 32 entrenadores que tuvo en igual cantidad de equipos. La fama se la había ganado por su falta de continuidad en un club, que se traducía en la imposibilidad de gritar goles: por la general, se enfrentaba a un equipo en el que ya había jugado. Los códigos futboleros lo sometían, entonces, al festejo silencioso. Por acción, fue el hombre que quemó el manual del deportista; cuando se entrenaba, jugaba mal. Hacía goles si abandonaba las prácticas en la semana o aumentaba su cuota líquida. Borracho convirtió un señor gol, así, con todas las letras. Como no podía festejarlo, por lo ya dicho del pasado en clubes a los que luego enfrentaba, se paró frente a la tribuna e hizo el gesto de levantar una copa. Fue su brindis final, la despedida de un jugador a contramano de la regla. Ese día, el del último partido, anunció que por fin empezaba su carrera.

jueves, 7 de junio de 2012

Prohibirse

No hablaba nunca. La mamá juraba que no era mudo porque hasta los seis años había hablado. Pero hacía siete que nada, que no se le escapaba ni una sílaba. Un espanto de mudez, el niño engendro que se autocondenaba a la inexpresión oral. Hacía gestos que le alcanzaba para que lo entendieran; era su antídoto para valerse de lo indispensable sin soltar palabras o para corresponder un saludo, evitando que le cabiera el reproche por mal educado. Se sentaba a comer y había un silencio sepulcral en la mesa; era porque la familia quería escucharlo, al menos, tragar. Cuando sus padres lo llevaron al psicólogo no sabían qué explicación dar. Ni qué resultados obtendrían de la terapia. Conservaban la secreta esperanza de que su hijo volviera a hablar, que se destrabara, que dijera; que fuera de nuevo él. La presencia del psicólogo lejos de solucionar el problema confirmó la patología: el chico no se abría, no decía. Sin quererlo, los padres pagaban para prolongar la mudez; era lo mismo en la casa que en el diván. Caía la pregunta tan solemnemente profesional y atrás, el silencio. Baches de pesados segundos que devenían minutos hasta que una nueva pregunta interrumpía a esa nada. El hombre de polera negra lo intentó de todas las maneras posibles. Aplicó las recetas ortodoxas, las pruebas efectistas, eligió abrumarlo con preguntas e intentó con sesiones completamente silenciadas. Ni una palabra. Después de meses de padecer el fracaso en la carne, el psicólogo fue por lo que consideró el plan del último recurso. Apenas el chico se sentó en el sillón, lo escudriñó con la mirada. Se acomodó los anteojos y le incrustó la vista en sus ojos, como debe ser cuando alguien quiere entrar en el alma del otro. Proceró mirarlo un rato lo suficientemente intenso como para incomodarlo. Cada tanto, el terapeuta se hamacaba en su silla y acompasaba el movimiento con la cabeza. Hasta una mueca irónica, ensayó sin decir. La catarsis que sobrevino duró un minuto y barrió con los manuales de psicología. Sin perder la postura de piernas cruzadas, le descerrajó: —Hay que ser gallina para irse al descenso y encima perder con Belgrano la Promoción, qué cagones, viejo, no puede ser tan pecho frío y amargo un equipo supuestamente grande, bah, grande las pelotas, esas gallinas se fueron como nada, sin aguantar, sin pelear, se les notaron las plumas y que son...

—¡BASTA!

—...

—...

—...

—Gallinas, las pelotas. Passarella es un boludo y J.J.López, un cagón. Pero River no tiene nada que ver, River es grande en la A o en la B y es lo que más me importa y me dan ganas de defenderlo y... ya no voy a decir más.

—...

—Espero que mis papás no se enteren de esto, que quede acá; es un pacto con usted. No pude soportar que criticara a River, por eso hablé. Pero prefiero seguir como hasta ahora, callado. Si alguna vez siento que tengo algo importante para decir, lo voy a decir. Sé que es raro lo que me pasa, pero estoy cómodo así. Discúlpeme, ahora quiero hacerle una pregunta yo: ¿Cómo supo que era de River y que podía hablar si insultaba a mi equipo?

—No tenía la certeza de que fueras de River. Pero aquel lunes, el día después del descenso, tuvimos una sesión diferente. Quizás te pareció igual que de costumbre; vos no hablaste y yo pregunté espaciadamente sin que hubiera respuesta de tu parte. Sin embargo esa vez advertí algo que jamás demostraste en esta terapia. Algo que no pudiste esconder entre tu silencio recuerrente. Por primera vez, ese 27 de junio, te vi la tristeza reflejada en los ojos. Y un día, eso sí sabía, ibas a necesitar escupirla por la boca.