¿Qué estamos esperando de Messi? ¿Qué más esperamos de Messi?
La vida es cruel, me dice un amigo. Hablábamos de la vida, pero también de fútbol. Los argentinos somos especialmente despiadados con Messi. Para que la condena sea definitiva lo comparamos con lo imposible: Maradona es nuestro tótem.
Ponemos a un pibe de carne y hueso, con cara de nene, uno que casi no habla, que no suelta frases de epígrafes ni de las otras, a la altura de una leyenda.
Pero resulta que este antihéroe juega como nadie. Es el mejor de una Selección a punto de hacer historia. Un figura elevadísima, tanto que su apellido aparece prefijado al de Maradona. ¿Cuál es más grande? La respuesta nacional es obvia. El triunfo de Messi es pertenecer a esa dicotomía.
Messi es el jugador perfecto que sin embargo no encastra en el ideario del hincha argentino. El mundo es cruel; Argentina, su capital.
Hasta acá el futbolista genial hizo cosas ídem: pases a control remoto, como el que teledirigó a Di María (no en el gol ante Suiza, sino cuando el volante se desgarró), goles maravillosos en momentos decisivos, gambetas en porciones microscópicas de cancha y tenencia de pelota; el agua en el desierto, lo elogió Sabella.
Messi es todo lo que necesitamos de él. Messi es más de lo que necesitamos de un jugador para sentirnos amparados. El líder futbolístico de un equipo que lo reconoce y lo empodera: lo custodia y le da la pelota para que Messi sea eso: Messi. El pibe de mirada perdida es un adjetivo.
Un superdotado que se inyectó de chico hormonas de crecimiento en las piernas para ser el más grande. Un fenómeno al que nunca lo vimos jugar con el tobillo hinchado. Un fenómeno que no putea a los que putean el himno; Messi ni siquiera canta el himno.
Su arte es el instinto asesino de matar rivales con sus gambetas. El verdugo más grande de los arqueros tiene la mirada fija no ya en el piso, sino en la Copa. Pero nos resulta un jugador de probeta. El diez de laboratorio tiene todo hasta que lo condenamos a la nada, cuando al lado le ponemos un nombre: Diego.
Messi no está exento de la trampa, pero igual corre; corre, elude y hace goles. También quiere ser héroe y ya no el jugador perfecto.
Estamos esperando ese momento. La crueldad de este pueblo exige pruebas. No tanto que Messi haga goles. Queremos que Messi llore.
miércoles, 9 de julio de 2014
lunes, 3 de febrero de 2014
La número 10 del barrio
A
Eugenia Parrado le sobraban una parte del nombre y el apellido completo. Suplía
esos faltantes con un artículo femenino. Me descoloca, incluso, llamarla ahora
así, como figura en su documento. Ella tenía el don de saberse libre; le
gustaba andar descalza, hundir el dedo en el dulce de leche y hurgar entre los
calzoncillos de sus amigos. La Euge cargaba con la etiqueta que con tono
genérico nos referíamos en el barrio a una chica con esa actitud: “Gauchita”.
Cuidadosa de su andar fresco, no perdía la costumbre de tomar sol desnuda en la
terraza de su casa.
La
descubrimos el día que, aburridos, visitamos a la tía del Atún Jorge. Habíamos ido
a su casa una tarde de verano de la que aún no recordamos por qué se había
suspendido el habitual picadito. La anfitriona nos agasajó con cerveza y por
primera vez me mareé por tomar alcohol. A los 14, todavía sentía que tenía edad
para pasar el rato con leche chocolatada. En cambio, la tía del Atún, que por
entonces nos parecía una señora de 40 años, era un derroche de progresismo que en
la superficie se evidenciaba en sus collares, su vestidito multicolor, sus
sandalias, y los sahumerios que aromatizaban el ambiente.
Desde
su balcón del piso 13 vimos la imperfecta figura de aquella chica que no
tendría más de 20. Sin embargo, su postura despertaba la pulsión de seis
adolescentes a punto del estallido de sus hormonas. Nunca lo hablamos entre
nosotros, pero no fue independiente de aquel alumbramiento de la terraza
nuestra escalonada visita al baño. La diurética cerveza nos eyectó un par de
veces hacia el inodoro, es cierto. Pero al menos una vez por turno hubo demoras
notorias, que respondían silenciosamente al caso obvio.
Supimos
que la Euge era la chica nueva del barrio, que nos había cautivado con su
cuerpo echado en una reposera, unos días después, luego de infructuosas
averiguaciones. Doña Chola fue la que batió el dato, inocente de nuestras
intenciones. Largó el nombre luego de una enrevesada maniobra conjunta,
investida de no menos de veinte preguntas. Lo curioso fue su falta de sospecha
ante un grupo incapaz de seguirle ninguna conversación, más allá de los saludos
de ocasión.
Desde
entonces, tocábamos el timbre en la casa de la Euge, con la firme esperanza de
ser invitados a tomar sol. El primero en contar que había pasado a la terraza
fue Juan. Por supuesto, no le creímos. Su historia de caricias y manoseo bajo
un sol abrasador decidimos desestimarla, producto de la envidia. Pero cuando el
Chino también reveló que su intento de un día a las tres de la tarde tuvo premio,
ahí empezamos a creer en que el milagro era posible. Sobre todo porque el Chino
no era de mentir y porque, además, se había encargado de guardar una prueba de
su aventura: se había escondido entre sus ropas una bombacha de la Euge. Una
bombacha sucia.
Olimos
ese objeto de deseo hasta neutralizar nuestro olfato. Entonces todos supimos
que alcanzar la gloria era posible. Los intentos por acceder a la casa de la
Euge fueron tan frecuentes que tuvimos que coordinar los movimientos. En un
cuaderno tapa azul hicimos un organigrama de visitas, con días y horarios para
cada uno. Fue la etapa de una democracia que aplicaba su dosis real de
justicia. Para un control interno anotamos éxitos y fracasos del timbrado.
También era una manera elíptica de competir entre nosotros, aunque la única que
tenía autoridad sobre el resultado fuera la Euge.
Ninguno
de nosotros hubiese debutado tan tempranamente, al menos sin pagar, de no haber
sido por ella. El otro día me encontré con uno de aquellos viejos amigos y le
pregunté qué recordaba de la Euge. Me dijo que la suavidad de su piel. Yo
pensaba en su mano, tan gentil y delicada para evitarnos la molestia de
hacernos la paja. Sin embargo, la definición más exquisita y justa me la dio el
Chino. Me habló de cierta parábola, y de lo que todo el tiempo sucedió en la
terraza, mientras nos entregábamos a los nuevos placeres.
—La
Euge fue la que nos enseñó de verdad a jugar al fútbol. Generosa, siempre elegía
el pase antes que la jugada propia.
miércoles, 22 de enero de 2014
Arriba las manos
El
niño levantó la mano y pidió salir, porque afuera estaban jugando
al fútbol. La maestra lo conminó a que se callara y aprendiera, que
para algo estaba en la clase.
Fue
entonces que el niño insistió con involucrarse en aquel partido. La
clase de esa maestra era la paradoja: le había enseñado que había
lugares que ofrecían mejores posibilidades para aprender.
La
historia es tan cierta como que el niño aquel se hizo futbolista. Ya
de grande, retirado de la actividad profesional, supo que el mercado
todo lo había arruinado. Que fue feliz de chico jugando al fútbol
porque tenía compañeros para defender. Y que era lindo hacer un
gol, porque sobrevenían los abrazos. También, que era mejor ganar
que perder, simplemente porque sus amigos se reían más cuando
sucedían las victorias.
De
las veces que jugó por plata, entendió que ninguna manifestación
dentro de la cancha fue genuina. Cuando asumió ese concepto, se
sintió otra vez el chico que no le hizo caso a la maestra. La misma
que, años más tarde, lo había insultado detrás de un alambrado
por haber errado un penal en un partido cualquiera.
viernes, 17 de enero de 2014
Un cuadrito generacional
Hasta hace cinco minutos me había sublevado al movimiento. Me imagino
visto desde afuera: quieto como un pescado de pecera que solo mueve la boca,
pero jamás los ojos. O como un limpiafondo. Eso. Mi único estímulo era el fondo
de pantalla de mi computadora, una foto en la que estamos mi papá, mi hermano,
un señor viejo, muy viejo, y yo. Al momento de escribir estas líneas, la foto
tiene un año, ocho meses y 22 días y esconde
mucho más que la condición de documento futbolero: encierra el secreto de conservarse
viva. Es una foto que dice, que dice gritando, que tiene olor; la foto
transpira.
La imagen nos rescata de la fugacidad. Mi papá, el que se ríe, es el que
siempre sale con la boca cerrada; es el primero de izquierda a derecha y esta
vez sonríe y se deja ver los dientes. Él es la generación familiar de hinchas
de Atlanta que nos antecede a mi hermano y a mí. En escalera genealógica lo
sigo yo, ahora en una foto que aparezco con la camiseta y un globo largo
desinflado que me até en la cabeza para sumarme colorido bohemio. O para disimular
el avance inclaudicable de mi alopecia. Como si intuyera que podía tratarse de algo
importante y me asegurase una estética que no desentonara con esa proyección
testimonial.
La foto fue parida el día que Atlanta le ganó a River en cancha de Vélez,
un partido con pretensiones épicas que guardo cuidadosamente en una memoria que
no se caracteriza por ser prodigiosa. A mi derecha está mi hermano, también con
la camiseta. Y el que le sigue es un señor viejito que nunca habíamos visto
antes y tampoco volvimos a ver; ese señor sin nombre tiene saco y pantalón de
vestir, como se iba antes a la cancha.
Miro la foto sin pensar en jugadas y sin detenerme en el gol del triunfo.
Le sostengo la mirada largos minutos, envuelto en las cuatro caras y me
preguntó cuál será el magnetismo. Tres generaciones de hinchas de Atlanta
encuadradas en un instante.
Aquel día mi hermano lloró. Lloró como un nene y se frotó los ojos para
despejarlos de lágrimas. Incluso tuvo que sacarse los anteojos para una
limpieza exitosa; en la foto todavía conserva las formas y los lentes de marco
negro.
Mi papá muestra su boca semiabierta en un desafío improvisado a su
postura fotográfica; lo dije, es el hombre de la boca cerrada ante los flashes.
En esta escena parece estar cantando, o al menos intentándolo. Mi papá canta
poco y mal. Tartamudea las letras, las cambia, las confunde. Sólo cuando
alargamos el loboheeeeeeeeeeee logra sumarse al coro, aunque no suele acertar
el ritmo. La foto disimula esos detalles pero amplifica otros. Ese día él
estaba feliz. Ese día él estaba con sus hijos –mi hermano y yo, y no nos tiene
que contar el partido. Ese día nosotros también vimos que enfrente estaba
River, el gigante que venía a aplastarnos a los seis mil que impostamos voces
estentóreas para disimular las cantidades. Si nos ganaban sería en la cancha,
nunca gritando. La ley de la tribuna se arroga derechos por voz propia en caso
de derrota.
Detrás de nosotros hay gente borroneada; hay gente que en esta foto no es
gente. Apenas sombras de nuestros cuerpos nítidos, de nuestra imagen viva. El
señor viejo, muy viejo, sin dientes, transmite emociones. Se advierte en su
cara las palabras que nos dijo después del triunfo:
-Pensé que nunca más iba a volver a ver esto.
La muerte antes. El hombre no pensó otra victoria de Atlanta contra River
con él en la cancha. No se pensó en ninguna foto que testimoniara la victoria
más importante del Bohemio en los últimos 30 años. Un partido intruso en el
tiempo. Atlanta gana y rememora la juventud de ese hombre. Otra vez puede
pensarse con dientes, con pelos, vigoroso. También de saco y pantalón de
vestir.
Mi hermano, mi papá y yo nunca nos queremos tanto como cuando estamos en
la cancha. La tribuna es el refugio de la desinhibición. Esperamos el gol para
abrazamos. Para disimular la querencia genuina. Un pacto tácito que lo
entendemos así: te toco, nos tocamos, porque la pelota entró.
Atlanta tiene la magia de
evidenciarnos. De dejarnos ser nosotros mismos. Nos saca la careta. En esta
foto, yo sólo me dejo el cotillón del disimulo para tapar algunos huecos del
cuero cabelludo.
Mi estadío de limpiafondo dura hasta que descubro el truco. Creo entender
el efecto magnético de un momento que consagra la felicidad familiar. Y una
ausencia: la punta del ovillo de la tradición que nos hace de Atlanta. Ese
señor viejo, muy viejo, tiene que ser un extra. El eslabón prestado de una
cadena que, de otra manera, hubiese estado incompleta. Un señor que se viste
como se vestía mi abuelo para ir a la cancha. Un viejito que era como él. Mi
abuelo nos hizo de Atlanta a mi papá, a mi hermano y a mí. No está en la foto.
O sí. Está camuflado. Por si acaso, tuvo la prudencia de vestirse igual. Una
cuestión estética. Mi papá se ríe, mi hermano no llora y yo no me despeino. Todos
teníamos que estar bien para ese momento. Para la foto viva que rescató a mi abuelo de
la muerte.
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