lunes, 28 de septiembre de 2009

Jugar a soñar


El mundo sería mucho mejor:
Si dejáramos de ser individuos y fuésemos compañeros.

Si reírse no fuera la excepción, sino la regla.

Si imaginar fuera el estado permanente del alma.

Si ayudáramos a los que nos piden ayuda. Y a los que no, también.

Si nos dejáramos ayudar sin sentir que damos lástima.

Si fuéramos conscientes de que no existen las salidas individuales.

Si entendiéramos que construir de a muchos no es garantía de éxito, sino la única victoria que tiene sentido.

Si en vez de reprocharle culpas a los demás, nos sumergiéramos en una autocrítica profunda.

Si comprendiéramos que no hay peor abandono que creer que la felicidad es inalcanzable.

Si al fútbol sólo se jugara para refrendar todo esto que acabo de garabatear.


¿Ustedes qué piensan?

martes, 22 de septiembre de 2009

El crítico (parte I)

Nadie como él para representar a una clase empecinada en sublimar lo viejo en detrimento de lo nuevo. ¿Exponente de la negación de lo moderno? ¿Espécimen con carácter forjado para resistir los cambios? ¿Cultor de todo tiempo pasado fue mejor? ¿Todo eso junto? Interrogantes sobre un hombre polémico, que dispara el ayer contra el hoy en una pelea que parece no tener equivalencias: Bochini vs. Messi. Imperdible.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Instinto animal (político)


La forma de disputarse la corona fue mano a mano. De un lado el león, hasta entonces indiscutido rey de la selva. En el arco de enfrente un primate. Una hembra conocida en el ambiente por ser la mona con aptitudes futbolísticas jamás vistas en el reino animal. El león no contaba con semejante destreza para jugar, pero confiaba enteramente en su hombría. Además, cómo pensar en la derrota si nunca había estaba en el lugar de los que soportan órdenes. Poderoso en su aspecto, durante el partido (más bien un “Cabeza” o “Arco a arco”) el león rugía ante cada gol para magnificar sus conquistas. Mientras, los árboles estaban atestados de animales que miraban la progresión de goles, como aquellos que esperan saber en manos de quién quedará su destino. Sin fanatismos, la mayoría estaba volcada a favor del león, por eso del temor infundado a los cambios. Contra ese principio no escrito arremetió la mona, que con atajas elásticas fue desgastando el ánimo de su contrincante, que perdió fuerzas, además, para resistir los goles de cabeza que se sucedían en su arco. El único que podía salvar al león de la humillación era el árbitro, un sapo de dudosísima reputación. Los comentarios solapados de algunos conejos eran que, efectivamente, a la mona le habían metido el sapo. El batracio pitó con descaro a favor de un león que, ni así, lograba emparejar el juego. Con la derrota consumada, los populares animalitos que veían desde afuera cómo otros se jugaban el poder sintieron que poco o nada cambiaría: ya no reinaría el león, pero sí una monarquía. La hembra primate se colocó la corona y sin mediar festejos por su triunfo impartió órdenes. Mandó a matar al león y a pelar bananas para su banquete. Después, con la cabellera de su vencido se hizo hacer una peluca para lucir como una reina pomposa. Su poder duró lo que tardaron en desafiarla a otro Arco a Arco unos conejos sublevados. La creencia en el poder divino y la invulnerabilidad la hizo pensar que el partido sería sencillo. Y lo fue. La mona estableció reglas para anular los goles de cabeza de los conejos, que encima tuvieron que sufrir un piso alfombrado con cáscaras de bananas. Para colmo, el árbitro –el mismo de aquel partido entre el león y la mona– los perjudicó claramente, con fallos tan obviamente inventados que provocaron el chistido incesante de los búhos. Todavía hoy se considera una animalada la reacción del público. Cansada de lo que veía, una ardilla anunció que era necesario rebelarse ante la injusticia y emprendió una carrera hacia el árbitro. Con la empuñadura de un cigarrillo fue directo a la boca del sapo, que comenzó a inflarse y a los pocos segundos estalló por los aires. La mona corrió desesperada cuando vio que la insurrección se había masificado. A pelotazos la bajaron de un árbol y le quitaron todos sus fueros. Fue la última vez que hubo quien mandara y quienes obedecieran. En esa cancha oculta entre selvas y bosques, ahora todos juegan y nadie mira. Porque ya no existen los que tienen coronita.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Creer o reventar


A la Selección argentina le va mal, muy mal. Apremiado por la situación, su entrenador viajó ayer a Europa para hablar con Heinze, Zanetti, Gago, Lisandro López, Milito, Maxi Rodríguez, Messi y Agüero para descubrir los porqué de este momento en El secreto de sus ojos. En la noche previa al viaje, cuentan que D10s rezó. La pregunta es, ¿a quién?

jueves, 10 de septiembre de 2009

Puños apretados


De un lado los postergados. Del otro, los otros. Los que postergan a los que tienen poco o casi nada les dejan tener. El partido fue el desafío de unos por internar demostrar que en la vida no siempre ganan los mismos. La aceptación de los otros tuvo que ver con la omnipotencia de entender que la dominación cada tanto hay que refrendarla. Acaso la burguesía no concibe su vida sin ostentación. El acuerdo quedó sellado con el primer pitazo del árbitro, que –¿indicio de revolución postergada?– fue elegido por los que siempre eligen. De un lado jugaban los amigos que no compartían nacionalidades pero sí todo lo demás. Ernestito, Fidelito, Marquitos y el Evito nunca se conocieron en la infancia, aunque ellos hubiesen preferido compartir la niñez. Era el equipo donde jugaban los que el tiempo desacomodó y las ideas acercaron. Eran chiquitos esos jugadores que se animaban a soñar goles en el arco contrario, aunque les costara dar dos pases seguidos. Del otro lado estaban los otros, ya grandes, maduros e insensibles a la aparente debilidad de sus rivales. Un tal George, Tony, el Tano Silvio y Mauricio eran jugadores que siempre tenían la pelota apretada bajo la suela (de la bota). Sus goles no eran gritados por las mayorías, pero eso no les impedía seguir avanzando sobre esos idealistas que fueron niños ese partido para desafiar a una época. Niños que cuando parecían vencidos por una goleada irremontable se hicieron jóvenes, ancianos, mujeres, obreros, maestras, y muchedumbres y fueron tantos que los goles se mudaron de arco. Buscaron amparo los que antes ganaban en sus empresas, en las grandes corporaciones, pero ya no eran murallas de contención para evitar el paso de los trabajadores con la pelota en su poder. Y Ernestito fue Ernesto y fue tantas veces Ernesto, lo mismo que Fidel, Marcos y Evo, que el partido se hizo enorme y ya no hubo una sola cancha, debido a tantos jugadores. Los árbitros también se multiplicaron para dirigir pero ya no cobraran siempre para el mismo lado. Lo otro fue sencillo: de la mano de esos jugadores que se animaron a romper los resultados impuestos llegaron las conquistas permanentes y los gritos sagrados, que hoy no paran de escucharse en todo el mundo ¡Qué vivan los goles de los que siguen soñando una Revolución!

Este es un reconocimiento a los obreros de Zanón, recientemente expropiada de manera definitiva por sus trabajadores. Los goles de la ahora Fasinpat (Fábrica sin patrones) se hicieron en una cancha de Neuquén, donde se encuentra la empresa ceramista. Pero se festejaron en demasiados lugares. Sobre todo en Bolivia, Cuba y Chiapas, ahí donde viven los Evos, los Ernestos, los Fidel y los Marcos. Los que siguen jugando en el mismo equipo de siempre.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Garganta profunda


Los goles silenciosos son como el sexo sin gemidos. Se deben gritar los goles, como los orgasmos. Si no, el baile de la pelota dando vueltas en la red se queda sin música. Y el gol pierde su gracia. Lo mismo ocurre con el mágico intercambio de fluidos genitales. Para que sea mejor, es fundamental que lo acompañe una melodía de gritos incontenibles. Habida cuenta de la simbiosis entre música y movimiento, tanto para el fútbol como para el sexo existen gargantas privilegiadas. Esas que pueden cantar goles sobre la hora, hasta alcanzar el paroxismo. Y también para elevar la voz a los cielos, como anuncio final de un acto de amor. El hombre de la foto debe ser (¿cómo no serlo?) un gran gritador, que mejor tenerlo en tu tribuna. El mundo podría enterarse cuando su equipo (el tuyo) hace un gol. Pero más vale no tenerlo de vecino. Al menos cuando decide que es hora de permitirle amar también al cuerpo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Una máquina de comerse goles


A veces la lógica sucumbe ante personajes ignotos para la Historia, aunque no para las historias. De esos meollos menores surgen hidalgos y aprestos caballeros que nada tienen que ver con los protagonistas de la literatura universal, pero que son capaces de desterrar verdades supuestas. Un caso testigo es el del Gordo, que no peleó contra ningún molino de viento, ni se murió envenenado en nombre del amor. Impropias de él eran semejantes aventuras. Tampoco mató a nadie, ni peleó por nadie. Peor aún: ni siquiera se sabe cómo pudo llegar a ser jugador de fútbol.
Por ahí ha cobrado fuerza la versión que revela que, de chico, el Gordo empezó a jugar, o al menos se acercó a este deporte, por el “pan y queso”. Así de claro. Lejos de consentir ese método de elección de jugadores, del cual siempre surgía como el último reclutado, al Gordo le sedujo la sugestiva denominación.
Y así arrancó, con una panza imposible de acreditar augurios de crack. Cómo sería de gordo que nunca nadie lo llamaba por su nombre de pila. De movida se lo llamó El Gordo, a falta de alguien que lo conociera de antemano y de eventuales compañeros con resabios de cortesía. Ante estas irreductibles condiciones, el natural e improvisado bautismo cobró legitimidad para siempre.
Su posición de número “9” quedó señalada por un grito influyente.
—¡Gordo, mirá el gol que te comiste!— le reprocharon una vez.
—Y los que me voy a seguir comiendo— pensó él en aquel momento. Ese fue el comienzo de una larga trayectoria como centrodelantero, recorrida bajo la incesante búsqueda de “centros a la olla”.
Desde aquella exclamación el Gordo quedó embelesado con la sola idea de seguir comiéndose goles.
Incluso la estrecha vinculación que aquel hombre encontraba entre el fútbol y la comida lo arrastró hasta las más burdas comparaciones. Decía que tenía el empeine como una empanada, llegó a confundir un picado con una picada y mezcló las ofensas recibidas con recomendaciones gastronómicas.
Una día le gritaron “salame” y él levantó los brazos, eufórico, esperando que, en su honor, le tiraran uno de esos embutidos.
Cada vez que le decían “morfón”, lo tomaba como el mayor elogio que podía recibir en una cancha. Y entonces, a fuerza de volver a escuchar lo que para él era la bendición de la tribuna, se la pasaba dando vueltas para evitar el pase a un compañero.
El fútbol era su vida, como la comida. La diferencia era que en una cancha alcanzaba a socializarse, algo que no lograba refrendar con un plato. A partir del fútbol tenía sueños, amigos, detractores, momentos de gloria, emociones. Hasta su pertenencia como hincha estuvo asestada desde el paladar. Se hizo de Platense cuando supo el apodo del equipo de Saavedra. La camiseta le parecía horrible, pero al Gordo le encantaban los calamares.
Antes de entrar a la cancha, decía que iba a comerse crudo a los rivales. Nunca se sabía si el Gordo hablaba en serio o simplemente repetía frases hechas.
En términos futboleros podría decirse que era un perdedor nato. Sin embargo, las determinaciones del éxito y el fracaso, tal cual se asumen entre campeones y derrotados, no tenían cabida en su particular visión acerca del fútbol. Probablemente el Gordo tuviera razón. Si al final, el fútbol se asume desde esa letanía dietaria que sobreviene de la prosa tribunera. No tienen “huevos” los que no van a buscar una pelota o traban con menos ímpetu que sus rivales. Es un “zapallazo” el tiro que va a cualquier lado. Ni hablar de los que “nunca ganaron nada”. Esos, para la sentencia del hincha, son unos “muertos de hambre”. O no. Sugestivamente hay quienes tienen mejor prensa: se dice de ellos que tienen “hambre de gloria”.
El Gordo había reinventado el estilo del futbolista. Con la panza como arma y escudo se había hecho lugar en un espacio donde los guerreros de la gambeta y estilizados cuerpos cuentan con el mayor de los prestigios. Sin embargo, a fuerza de comerse goles, el Gordo se hizo un nombre en el fútbol. Fue el Gordo Canel desde entonces y para siempre.
Hubiese jugado toda su vida, de no ser porque le cambió el metabolismo. En esos primeros días comía lo mismo que de costumbre, pero físicamente lo asimilaba de otra manera. Como de a poco empezó a perder el encanto por los sabores, ya no hubo banquetes. Y adelgazó tanto que dejó de pensar, de soñar, de emocionarse.
El Gordo se retiró del fútbol sin largar una sola lágrima. Pero fiel a su carácter, antes de dejar la cancha dijo muy cordialmente “buen provecho”. Y recién ahí se fue.