viernes, 29 de julio de 2011

Me toca ir al arco


Hay quienes sostienen que el fútbol es un estado de ánimo. En realidad, el concepto no escapa a la lógica de la humanidad: somos un estado de ánimo. Los estables tendrán un estado de ánimo más o menos estable; los inestables fluctuarán mucho más en sus emociones. Y en el medio estarán los otros, gente que no conozco.
Si la vida pudiese medirse a través del fútbol, los invito a jugar: ¿cómo se siente cada uno de ustedes ahora, si se tuviera que definir en algún puesto de la cancha?
Pensemos en la desprotección del arquero, la solidaridad del volante central para rasparse y que se luzcan los demás, el egoísmo del goleador; en esas características que definen personalidades y momentos; y viceversa.
El que escribe carga con la obligación de desnudarse primero, necesariamente. Por eso sabrán ya mismo que alguna vez fui diez (y me sentí ídem), a cierta edad jugué de cinco, de dos, de nueve, de cuatro, de ocho, de cuatro y de ocho al mismo tiempo (producto de la ciclotimia y no tanto de disposiciones tácticas), de once. Lo que nunca había sido es lo que soy ahora. Al menos, lo que siento ahora. Y si lo fui, no me había dado cuenta.
En este instante (no sé dentro de un rato) mientras ustedes leen esto, yo soy arquero. Estoy en el lugar de la cancha en el que hay un tipo ahí, parado, solo. Con la responsabilidad enorme de no poder fallar, porque si esa eventualidad ocurre, él paga como ninguno por perjudicar a todos. Detrás está el arco, ese vacío existencial que debe proteger con el cuerpo. Si lo logra, gozará de abrazos efímeros; sino, lo espera el escarnio. Nadie como el arquero es tan individuo en una cancha. El deporte de masas, que se juega colectivamente, tiene a un hombre apuntado para que no encaje en ese modelo. Para aislarlo aún más, es a quien se le permite utilizar las manos sin riesgo de ser sancionado. El lenguaje corporal del arquero es, en definitiva, único; los demás, mientras, se manifiestan entre ellos, con el idioma de los pies.
Ahora bien, no es que esté solo. No. Hablamos de estados de ánimo, no de realidades tangibles. Y como en este instante soy arquero, puedo advertir que la soledad es, en esencia, una brutal paradoja; permite que convivan en mí cierta tristeza y un sentimiento de libertad que me llena de profunda alegría.
No sé ustedes.

lunes, 25 de julio de 2011

La señora a la que no se podía gambetear


La viuda de García juraba que tenía los mejores recuerdos de su marido. El hombre había muerto por un pelotazo propinado, curiosamente, por quien después se convertiría en el amante de la susodicha. El recorrido final de la pelota había sido involuntario del ejecutante. Propulsado por un pie enorme, la velocidad y potencia del impacto había provocado el desmayo de García, que cayó sin amortiguación alguna y se desnucó.
Asfixiado por la culpa, el inocente asesino se retiró del fútbol. Como reflexionara más tarde un viejo en una mesa de café, su acto fue más producto de la cobardía que de la ética. La prueba cabal fue que, frustrada su carrera deportiva, el tipo buscó refugio en los brazos de la última dama en que debió hacerlo.
A la cancha, sólo volvió como hincha. Fue en el clásico del pueblo donde el ex futbolista encontró la muerte y dejó doblemente viuda a la viuda de García. El corazón le dejó de latir, caprichosamente, instantes después del gol convertido por el nueve del rival.
Fatídica coincidencia, el goleador que, sin quererlo, provocó la muerte del amante de la viuda de García pasó una noche con ella, un mes después de ese episodio. A la velada no le faltaron romanticismo ni promesas de nuevos encuentros. Sin embargo, el delantero murió tras recibir un golpe de un arquero, que salió del área chica en busca de un córner. El puño cerrado impactó primero en la pelota y, milésimas de segundos más tarde, en la cabeza del pobre desgraciado.
Poca gente como aquel arquero sabía de esa saga de muertes ridículas. Ninguno como él, entre los vivos, la padeció más. Su enamoramiento por la viuda de García jamás dejó de ser platónico, por razones obvias. Aclaración mediante, ningún futbolista intervino en el momento crucial de su vida. Lo encontraron luego de dos días sin saberse de él, recostado en su cama, con un vaso de whisky a medio tomar, apoyado en la mesita de luz.
Lejos de la cancha como escenario fatal, el ex arquero quiso evitar su destino. Y murió de amor.

martes, 19 de julio de 2011

Desenmascarados


“Permiso”, dijo el respetuoso. “Pasá por otro lado”, le espetó el egoísta. La tribuna estaba completa, como pocas veces. El hombre del protocolo quería filtrarse por donde no cabía la anchura de su cuerpo. El otro habló de bocón, impulsado por un espíritu pragmático. El más grandote le clavó la mirada sin suspirar ni una letra. El esmirriado lo correspondió con silencio; su aparente individualismo no le impedía reconocer un mensaje tan claro.
Con cuidado, el de los buenos modales se acomodó para ver el partido. Al lado, sin compañía, quedó el que no lo conocía, pero que le había lanzado una frase que no pasó inadvertida.
Durante casi ochenta minutos se ignoraron. Hasta que llegó el gol. Echado al ruedo de las emociones, el egoísta lo abrazó; quería compartir ese momento glorioso. El respetuoso, en cambio, se lo sacó de encima, sin siquiera disculparse.
La evidencia más genuina arruinó la ficción. Fue recién en el instante del gol, que aquellos hombres se mostraron realmente cómo eran.

jueves, 14 de julio de 2011

El mayor de los triunfos


En aquel reino animal habían decidido dirimir el poder con un partido de fútbol. Por un lado, los animales grandes y vigorosos; por el otro, el equipo de los que nada tenían a la vista para alcanzar un triunfo.
Para evitar que se desalienten después, les anticipo que no hubo un resultado mágico; por el contrario, se impuso la lógica de una goleada para los animales de cuerpos más dotados. Hecha la pertinente advertencia, se prosigue a contar:
Las diferencias eran notables. El elefante era el arquero que no permitía posibilidad de gol alguno, por la sencilla razón de que su tamaño era mayor que el del arco. Y en el ataque, la fórmula era repetida pero letal: la pantera desbordaba y le tiraba centros a la jirafa, que incluso debía agacharse para cabecear. Pobrecita la rana que debía marcarla; saltaba, como tontita, incapaz de molestar a semejante apología del estiramiento. Encima, compañero de la rana era el caracol, que andaba rengo por una patada que había recibido de un oso hormiguero que jamás advirtió su presencia. Sin el diez en condiciones, sin ese jugador pensante, los animales más chiquitos perdieron la posibilidad de generar jugadas ofensivas. El león se reía con soberbia de los esfuerzos inútiles de un equipo que en el primer tiempo ya perdía 14 a 0.
La estrategia de los perdedores cambió para la segunda parte. Mancomunados en el esfuerzo, dejaron de perseguir el éxito como valor absoluto y jugaron a jugarse el estilo. Impusieron acciones colectivas que despertaron la aclamación en las tribunas, como aquella en la que la tortuga, montada sobre el conejo, logró estirarse para cabecear. O cuando un grupo de hormigas se lanzó desde una abeja hacia la pelota, para empujarla con la fuerza de cientos de patitas.
Hubo un gol; un sólo gol de los esforzados animales que, al cabo, perdieron 35 a 1. Una conquista chiquita en apariencia, que desafió las estructuras. El ratón recibió un pase quirúrgico del gato con botines y se filtró por debajo de la pesada pata del elefante, que intentó someterlo al aplastamiento. Herido en su orgullo, el trompudo barritó para reclamarles a los defensores. Y desató el escándalo. Una vez terminado el partido, los ganadores continuaron con los reproches entre ellos y, enojados, les hicieron gestos a los animales del público, que les silbaron la conducta.
En cambio, los jugadores invisibles del reino festejaron la hazaña de un gol, pero mucho más la manera que se habían autoimpuesto para jugar. Y entendieron que las miserias individuales se superaban colectivamente. La ovación que se llevaron marcaba el devenir de aquel sitio habitado por animales. Ahí, desde entonces, el pueblo manda y el gobierno obedece.

domingo, 3 de julio de 2011

Caer en la cuenta


Se miró tan para dentro, que cuando se descubrió se asustó del que no sabía que era. El espasmo le duró un ratito insignificante a los ojos de la humanidad; a él lo marcó para siempre. Lo advirtió en medio de un partido, de uno cualquiera que devino en revelación personal. Acaso nadie hubiese podido recordar aquel 0 a 0 sin ningún elemento que lo hiciera brillar.
El tipo recto de pelo engominado, porte erguido, esa cáscara que blindaba su espíritu inflexible, de pronto encontró luminosidad en un partido tan negro como su uniforme.
Hasta ahí, la tarea encomendada la había aplicado con su habitual rigor, sin que lo perturbara el contexto. Estaba acostumbrado a que le insultaran la investidura, más por tratarse de un abanderado de la sanción extrema. Era árbitro para canalizar una vocación cercana a la vigilancia y no tanto a la justicia. Botón, botonazo de gesto adusto que gustaba de sacar la tarjeta roja para castigar hasta la miseria más mínima.
La blandura le surgió por una jugada rápida dentro del área. El nueve del Atlético fue tomado por un defensor rival, que le corrió el pantalón hasta desnudarle una nalga. Penal clarísimo. Una falta que el hombre de la mirada telescópica jamás hubiese dejado de cobrar. La fatalidad de la distracción lo bañó de insultos, incluso del propio delantero.
La cancha era un coro gregoriano de puteadas. La sinfonía del “hijo de puta” gozaba de la voz de mil tenores improvisados, renuentes a aceptar lo inaceptable.
El árbitro se quedó impertérrito, con el pensamiento en un lugar que no era exactamente aquel. Tenía el corazón a los saltos, aunque no era capaz de absorber ni uno de los insultos. Sordo a la escena, el castigador castigado estaba en estado de shock, en plena introspección. Le temblaban las piernas de sólo pensar que fuera así. Pero no podía evitarlo.
Su coraza se desmoronaba mientras la imagen de ese pedacito de culo se le impregnaba indeleble en la mente. Fue un segundo, un instante de volver en sí y de ver delante suyo, de frente a su cara, al nueve que seguía con su reclamo. El juez había recuperado el sentido de mirar lo que pasaba, pero no el de escuchar; apenas advertía el movimiento de la labios de ese muchachito rubio, que clamaba por justicia. En cambio, ya muerto de ganas, el señor de la moral recia le estampó un soberano beso.