lunes, 30 de julio de 2012

Inolvidable


—¿Y vos qué querías?
—…

Él quería jugar en el equipo del que ella era hincha. La chica, morocha, 25 años, era feminista siempre, machista cuando la invitaban a cenar, culta, oculta de sus miedos, amable, sensible, brutalmente impulsiva en la cancha. Ella era eso y era fanática. Muy fanática.
Su costado más visceral había sido captado por un seductor de manual. Uno que no advirtió la trampa de quedar atrapado en el intento. Él era futbolista. No era culto ni sensible. Pero contaba con la capacidad de hacer goles y eligió su destino: ponerse la camiseta que ella amaba.
Se habían conocido en una tarde cualquiera, un día indistinto. Fue la vez que él se sintió único e irrepetible. Le había bastado con verla y cruzar palabras que ahora le resultan balbuceos lejanos. Lo que no olvidó nunca fue un nombre: el del equipo de ella.
Desde entonces, él quiso que ella nunca lo olvidara. Casi una obviedad para alguien –él también– que oculta los miedos, eligió el túnel de acceso directo; el fútbol es un gran catalizador para los sentimientos profundos.
Jugó dos años en el club de ella, donde ella lo veía cada fin de semana. La chica construyó su puente entre el recuerdo y la coyuntura con fragmentos antagónicos. Ella sonríe cada vez que le viene al cuerpo ese gol picadito, por encima del arquero; es una mueca de amor. Y lo odia, lo odia profundamente cuando lo sabe el hombre que erró el penal que le hubiese evitado el descenso; el hincha desciende con el equipo. 
Él presume las dos cosas; intuye que es así, que no queda otra. Sabe que dentro de ella se instaló para siempre. Y de la manería que quería: en las buenas y en las malas.

miércoles, 25 de julio de 2012

Un partido a muerte



Terapia intensiva es una sucursal de la muerte. O una muestra gratis de la muerte. Estar ahí, vivo, es sentirse menos vivo; o más muerto. Yo entro de a ratos, pero el Negro hace siete días que vive de eso, de ser paciente, de estar ahí. Y ahí –mejor decirle así–, el que no es paciente-paciente proyecta su muerte, gratuitamente.
Ahí hay que ayudarse; ayudarse es pensar en otra cosa que no sea la muerte que se huele. El Negro lo entendió y quiso desafiarla hablando de fútbol. Cuando lo vio se entusiasmó, lo presumió un eventual compinche; entre el desfile de enfermeras, había aparecido un enfermero.
—Oscar, decime que te gusta el fútbol.
—Sí, claro.
—¿Hincha de quién sos?
—Del más grande.
—...
—...
—¿De River... Boca?
—De Chacarita.
O sea, la muerte. Al Negro le hablaron de la muerte en el cuarto donde la muerte se pasea amenazante. La conspiración laberíntica parecía producto de la morfina, la sustancia para paliar dolores de verdad, parecidos a como debe doler la muerte.
—Mentira, vos te pusiste de acuerdo con Rojas— descreyó el Negro.
Rojas, el cirujano, el tipo al que el Negro le había dicho que iba a tener el honor de operar a un hincha de Atlanta, es de Chacarita. Fue él quien dio los partes médicos. Cuando al Negro se le complicó la operación, Rojas ofició de vocero de la muerte.
—Soy de Chaca— le reconfirmó el enfermero.
Hace un par de días se sorteó el fixture de la nueva temporada del campeonato de la B. En la segunda fecha, o sea nuestra primera salida de Villa Crespo, o sea el primer partido de Chacarita –poque posterga su arranque contra el ascendido Central Córdoba— se juega el clásico. Ya. Cuando el Negro esté bien, Chacarita y Atlanta se cruzarán en San Martín. Sin embargo, el clásico se empezó a jugar en la sala de la muerte.
El Negro demanda, como Dios manda: le pide a Oscar que le acomode la almohada, que le baje la dosis de calmantes y al rato que se la suba, le pide ir al baño una vez y otra vez y, entonces, me guiña el ojo.
El enfermero entra y mira, no tanto al Negro, sino que mira la radio y escucha y el Negro sonríe. Los locutores repiten y los oyentes también la palabra Atlanta. Es la audición partidaria del club, que dura una hora. La hora que el Negro hace entrar a Oscar incansablemente. Oscar se da cuenta. Se da cuenta tarde. Su cerebro ya se empapapó de la palabra que, para él, significa la muerte.
Es la venganza del paciente-paciente. La manera que encontró el Negro de empezar a ganar el partido.

lunes, 16 de julio de 2012

Aparición


El monaguillo era la radio. O algo así. Al cura le había coincidido una misa impostergable en el horario del superclásico. Conminado a los deberes de la Iglesia, iba a padecer lo inédito: jamás había quedado desconectado de un Boca-River. A la Bombonera iba casi siempre. De visitante, poco. Pero el gran clásico lo seguía en vivo, como fuera.
Ese día se le llenó la parroquia de feligreses. A ninguno le importaba el partido; salvo al cura, claro. La exclusividad del interés lo hacía sentir solo, quizás tanto como las almas que se arrodillaban a rezar, tal vez con un sentido de creencia para despojarse de la soledad.
El monaguillo tenía instrucciones precisas sobre cómo proceder. El párroco había ingeniado un mecanismo comunicacional imperceptible para los demás; con señas, gestos y una combinación de ademanes, podría conocer al instante el desarrollo del partido sin que se le alborotara la misa. Temblaba, el monaguillo. Podía olvidarse algunas ostias, pero entendía que su principal pecado sería confundir una mímica. Cualquier intervención equivocada podía provocar falsas expectativas y arruinar, incluso, todos los anteriores o posteriores aciertos.
Cuando el cura agradeció y pidió venerar al Santo Padre, su hombre-radio le acaba de hacer saber que Boca ganaba 1 a 0. “Amén”, correspondían los asistentes, ajenos al superclásico.
También habló de miserias el cura. Y de que Dios ponía a prueba la fe. Su sentencia fue pegadita a observar el dedo índice del monaguillo sobre el ojo izquierdo, señal inequívoca del empate de River.
El cura estaba intrigado, ansioso. Le pedía a la muchedumbre que rezara; sus pedidos eran más intensos y continuos que los habituales. Ya no miraba de frente. Había clavado la vista en el monaguillo, que estaba escondido y apenas asomado detrás de una efigie de la Virgen María.
Algún murmullo hubo cuando el cura, visiblemente desconcentrado, equivocó parte de la liturgia. Pudo recuperar el hilo conducente de la misa a tres minutos del final del superclásico, cuando el monaguillo hizo la seña del segundo gol de Boca. Su amplia sonrisa resplandeció desde el púlpito y llenó de bendiciones a los asistentes. Con la certeza del triunfo, miró al techo (figuradamente, al cielo) y soltó un “gracias” gritado.  
Con los ecos del partido y la misa concluida, el cura se dispuso a apagar las luces. Antes, había despedido y felicitado al monaguillo. La Iglesia vacía era, también, la Bombonera ya sin gente. En ese silencio y soledad espasmódicos, el párroco vio una sombra. Conforme se acercaba, adivinó que se trataba de una señora mayor, a quien no había visto jamás:
—Sé todo lo que pasó. Y más.—, susurró.
El sacerdote abrió los ojos tan grandes como pudo. Estaba impactado por esa señora que portaba un atuendo que le cubría la cabeza y una dulzura en la voz inadecuada para su edad. 
Averiguando se enteró días más tarde, por comentarios de vecinas, que la susodicha nunca había tenido relaciones sexuales.

martes, 10 de julio de 2012

La actitud de un campeón del mundo


Estuvo a punto de morirse; me dijeron que se moría, que parecía que no había caso, y que lo reanimaron a tiempo, cuando los pulmones se le empezaban a llenar de sangre. El Negro no respiraba. Yo no estaba; me contaron.
Cuando ya supo, ya hablaba, ya respiraba sin tubos, el médico le hizo ver: “Hacé de cuenta que le ganaste al Barcelona, sobre la hora”; mi hermano es muy futbolero. La metáfora lo corrió del eje y dejó de sentirse paciente. Para él, el médico ya no era médico sino un hincha de Boca.
Desde chico, el Negro arrastra el trauma del “olor a hospital”. Le hace mal, lo asusta, lo pone en situación de eso, de hospital. Y el frío, las heridas sangrantes, la muerte, las camas aparatosas se le cuelan por la nariz. El espanto parido hace tantos años fue echado a pelotazos en las charlas que sobrevinieron entre el Negro y el médico; el olvido al lugar se ganó un lugar entre esos relatos compartidos en terapia intensiva y sala común.
La semana pasada mi hermano visitó al médico; a otro, alguien del equipo del hombre que lo rescató de la muerte. El de ahora lo va a operar para extirparle las raíces del tumor que ya le sacó el hincha de Boca.
Esta consulta, la última antes de la cirugía, fue después de la noche en la que Corinthians se quedó con la Copa Libertadores y Riquelme anunció su adiós.
Antes de irse, el Negro se acordó:
—Doctor, mándele saludos a Duré; me imagino cómo debe estar con lo de Boca.
—Peor estoy yo, que soy de Chacarita.
No me hace falta verlo; conozco a mi hermano. Se habrá puesto tenso, nervioso, ávido de gritarle en la cara los clásicos que más nos gusta jugar, la vez que fuimos a San Martín y nos volvimos sin voz, la bronca de siempre, el último partido.
Vale, su esposa, también lo sabe. Sonrió nerviosamente, lo agarró del brazo y lo fue conminando a abandonar el consultorio.
Pero el Negro ya le ganó al Barcelona sobre la hora. Y entonces se animó. Con su mejor semblante, estoico como un guerrero y decidido a la batalla, le ofreció la mano:
—Usted va a tener el honor de operar a un hincha de Atlanta— le reveló.
Eso es jugarse la vida por un sentimiento.

viernes, 6 de julio de 2012

La pasión no se mancha

La parejita es cordobesa; ella mata mata cuando besa y él es fuego nafta y más nafta. Ella, de Talleres; él, de Belgrano. Y en la cama son la combustión. Ninguno de los dos sabe que el otro, al momento del orgasmo, festeja un gol de su equipo. El fetiche de él para acabar coincide con el recuerdo del Negro Gauna. Ella aprieta entre la emoción y el goce del acabe un festejo de la Pepona Reinaldi; ahora lo cambió por el gol de Farré a River, el día del gran golpe en el Monumental. Ninguno de los dos se ha confesado la intromisión de relatos internos. El grito es puro; para el otro el grito es puro.
La cama es una fiesta de tribunas que en apariencia es ella y él. La pareja cordobesa es pura locura, como el clásico encriptado que se juega bajo sábanas. Quedan sepultados por los gritos de placer los otros gritos; los silenciosos que inspiran aquellas conquistas de Belgrano y Talleres
Cuando terminan con su orgía de sexo y fútbol, los enamorados tienen por costumbre abrazarse. Haciendo de cuenta que la fiesta de fuego y besos que matan se trata de un empate.