domingo, 31 de mayo de 2009

Homenaje


Da bronca ver esa niebla insípida, que traen las patadas y los codazos, y que quema ese verde césped que ya no lo es tanto. Da mucha bronca.
Basta con entender que cierta vez un hombre plantó una mata de pasto, sí, una mata, y con el correr del tiempo floreció una cancha de fútbol. La cancha tenía la particularidad de no tener arcos, por lo que para jugar ahí había que tener imaginación. Por eso, aquellos que no lograran advertir que se trataba de una de las más maravillosas fantasías, corrían el riesgo de ser matungos defensores para siempre.
La cancha no estuvo a miles y miles de kilómetros de nuestro lugar. Sin ir más lejos, se la puede encontrar en una charla con abuelos.

Se cuenta que las proezas sobrevinieron generosas y sacudieron los pastos relucientes de aquel terreno en el que brilló como nadie su hacedor. Ese hombre que plantó la cancha y después cosechó aplausos. Fue el mismo que jugó como casi nadie y pobló de asombro las tribunas con su destreza.
Los sueños más increíbles se soñaron ahí, con él.
Aunque allí también se cometieron las peores ignominias. Nunca hay que olvidarse, claro, que la cancha estaba sobre una tierra en la que pocos soñaban, a pesar
de que todos dormían. Por eso en aquel lugar hubo casos de jugadores expulsados una y mil veces. Por suerte, los malintencionados y austeros sufrieron la condena perpetua: ellos no asoman en los recuerdos futboleros.
En cambio él (o de lo que él se dice) destierra con su impronta
las malezas de esa cancha. Fue espejo de goleadores de millones de goles y gambetas estiradas hasta el infinito.
Dónde este hombre jugó hubo un árbitro que hizo justicia eterna e hizo llorar de emoción a un juez de línea que tuvo que limpiarse el llanto con la mismísima bandera. Y también hubo otro que robó esperanzas a cada silbatazo y dio vergüenza ajena. Todos cabían en esa cancha, como en muchas canchas. Excepto que allí, y únicamente en esa cancha, jugó él.
Los que lo vieron son miles. Miles y miles que fueron millones por la bendita herencia generacional. Y serán aún más los dichosos.
Sabrán ustedes, entonces, que
hubo otra época. Otro mundo, como dicen los primeros declarantes. Un mundo creado por una mata de pasto bien plantada. Una mata que nunca dejó de identificar a un personaje que enalteció al fútbol.
Con decir que se han perdido en el olvido mucho de los nombres de sus compañeros y rivales. En cambio, resulta inmortal el recuerdo del hombre que plantó una cancha de fantasía. Nadie se olvida de Don Vicente, Don Vicente de la Mata.

jueves, 28 de mayo de 2009

El precio de la fama


Esto podría ser escrito dentro de 30 años. Y más también:

Hubo una vez un jugador de fútbol bueno, buenísimo. Tal vez el mejor que se haya visto. Después de Maradona, claro.
Ese buen jugador, buenísimo, no sólo era talentoso, gambeteador y efectivo. También ganó todo lo que pueda ganar un futbolista. Y hasta en la final de la Champions League de 2009 marcó un gol, el segundo de Barcelona ante Manchester. Pero a la hora de festejar su conquista, ese jugador bueno, buenísmo, absolutamente genial, se besó su botín... Adidas. Fue una noche en la que decidió, ante los ojos del mundo, sepultar su espontaneidad y convertir el festejo en una publicidad. Qué lástima.

lunes, 25 de mayo de 2009

Cubanitos


Una vez me contó mi amigo Sebastián que, estando en Cuba, presenció una clase para chicos de siete años. En aquel hervidero escolar, Juana, una maestra de geografía, jugaba con sus alumnos.
El ejercicio consistía en que los chicos acertaran el gentilicio de los habitantes de países que ella enumeraba.
—¿Cómo se llaman los que nacen en Argentina? —preguntaba la simpática muchacha.
—Argentinos —contestaban a coro.
—¿Y en Bolivia? —desafiaba Juana.
—Bolivianos —se escuchaba decir entre sonrisas.
De pronto, la maestra frunció el ceño y, sin perder la picardía, interrogó:
—¿Y en Estados Unidos?
Ante la mudez reinante, un niño por fin se animó:
—Imperialistas, señorita.
Cuando terminó la clase, mi amigo se acercó a Juana para saludarla. Y, de paso, comentarle el episodio del niño que respondió sobre Estados Unidos.
—¿Sabe qué pasa, chico? —lo interpeló ella con su tono caribeño—. Aquí los niños no son ningunos tontos.
Lejos de acertar en el retruque, mi amigo disparó:
—Raro, son pícaros a pesar de que no juegan al fútbol.
—Es cierto, aquí casi no se juega al fútbol —le respondió ella.
Y siguió:
—Pero aquí vivió el fútbol.
Por último, ante el asombro de Sebastián, Juana soltó una pregunta retórica, con fina ironía:
—¿O no conoce usted a Maradona?

jueves, 21 de mayo de 2009

Subidos de tono



No hay en el mundo más colores juntos que en Purmamarca, Jujuy. El cerro de los siete colores es apenas una nomenclatura que sintetiza una sensación multiplicada. Los que allí viven, sin decirlo, saben que no los rodea un gran cerro.
La verdad me la confesó una lugareña, que me pidió reservas de identidad. De ella recuerdo, principalmente, una frase:
—El cerro es como una cajita rocosa, llena de minerales, con la que se maquilla nuestra coqueta provincia.
La señora, colla ella, sonrió tibiamente y se marchó pisando tierra seca.
Antes de perderse definitivamente de mi vista, giró y susurró:
—Aquí la esperanza no es verde, ni la vida color de rosa. Aquí la vida y la esperanza no pueden ser de un solo color.
A mi lado se quedó el pequeño hijo de la colla, quien hacía jueguitos con una naranja. Le pregunté si era porque no tenía pelota que se entretenía con una fruta.
Me contestó que la naranja era redonda, como una pelota. Y que también, al igual que una pelota, tenía gajos.
Mientras me explicaba la razonable analogía, me hizo un caño con esa pelota color naranja. De la vergüenza, se me subieron todos los colores a la cara.