miércoles, 27 de octubre de 2010

Oda al gol


El fútbol, tantas veces desmerecido por los intelectuales, tuvo la mejor de las ideas: inventar el gol.
Nadie podrá jamás revelar el secreto del truco más guardado. La magia pura se manifiesta en la explosión que provoca la inocencia de la pelota cuando salta la línea que divide el arco del resto de la cancha.
La hinchada, por entonces, se devora ese momento con la boca y los abrazos abiertos. Mientras, el mundo se detiene un instante. Ninguna cosa sucede alrededor del gol. Nada. La pelota que entra y los hinchas que celebran son la comunión de un instante sublime, repleto de emociones. Los hombres y las mujeres se hacen más humanos durante ese ratito. Por esa razón, el gol es una gran idea; quizás la mejor invención de todas. Aun en la contradicción de que cuando el gol se produce, no sea posible pensar.

jueves, 21 de octubre de 2010

El mejor del mundo


Tenía la fuerza de un huracán y, también, la calma espesa del día después. El jugador de los botines despintados encaraba siempre y dejaba en el camino a rivales que, a su paso, parecían de papel. Ya dentro del área mitigaba su furia para poder pensar. Recién entonces ejecutaba, luego de un análisis tan expeditivo como eficaz; el remate era puro acierto.
Aquel delantero implacable estaba llamado a ser el más grande de todos los ídolos. No hubo vez que se le cambiara el puesto. Los demás podían variar de posición; él no.
Alto en comparación con sus compañeros, y macizo, su estampa siempre era la misma: con la pierna derecha estirada levemente hacia atrás, anuncio inminente de su tiro mortal.
Un héroe del silencio, ubicado en el lugar donde a otros les tiemblan las piernas, él hizo más de mil goles. Verlo moverse en la cancha era una fiesta para los ojos; era ese manejo, su potencia lo que provocaba un verdadero carnaval de fútbol.
Sin exagerar, tenía todo. No carecía ni de una de las cualidades que se les exige a los verdaderos cracks. Cuando digo que tenía todo, es todo. Lo único que le faltó para ser ídolo fue una hinchada; que la masa lo quisiera y le coreara el nombre.
A mí me hizo divertir como ningún otro. Además, sabía que después del contacto entre su pie derecho y la pelota que fuera, era gol seguro.
Insisto, fue el más grande que yo haya visto. Sin embargo, para ser ídolo, al mejor jugadorcito de plástico que tuve en mi infancia le faltó una hinchada.

lunes, 11 de octubre de 2010

Sentadito, en la Doble Visera


Fue así, tal cual. Me lo contó Claudio Gómez, un personaje entrañable, militante de la verdad y la propagación de las historias de barrio.
Una aclaración: ya pasaron 16 años de una anécdota que no pierde vigencia y emoción en las rondas de café del bar Mundial, donde Valentín Alsina reúne a los futboleros mejores entrenados en el arte de la palabra secretamente mentida. Lo que sigue, sin embargo, es una excepción a esa regla tácita.
El Independiente de Brindisi había encendido el infierno con una seguidilla de triunfos fulgurantes y cerraba el torneo contra Huracán, que estaba primero con un punto más que el Rojo. Los días previos al choque, Avellaneda era la capital nacional de la locura; conseguir una entrada era pedirle a un mudo que hablara o a un paralítico que se pusiera de pie. Dos amigos de Néstor Viola habían hecho lo imposible por conseguir entradas y le habían fallado hasta los contactos más confiables.
Sin chances, la idea surgió de Cacho. Después de reflexionar las consecuencias deseadas y las otras también, pensaron en Roberto. El hermano de Néstor era el hombre clave; la llave maestra para un plan perfecto. Sensible al fanatismo ajeno, el mayor de los Viola concedió al pedido y sacó a su hermano, por dos horas, del lugar en que ése hombre se pasaba la vida.
Roberto vivió aquella tarde hundido en la cama; había entregado el trofeo preciado. Su silla de ruedas fue un pase libre para dos: Cacho entró sentado y el Cone ofició de acompañante-empujador.
El 28 de agosto de 1994 Independiente goleó 4 a 0 a Huracán y dio la vuelta olímpica. Acaso un hecho menor, desprovisto de quimera en comparación con el salto que pegó Cacho, después del primer gol. De pie, a los gritos, fue descubierto por un policía, que, incrédulo, observaba la escena. Con las lágrimas por las mejillas, Cacho advirtió la mirada celosamente puesta sobre él. Y entonces hizo rugir la frase que lo salvó de ser expulsado de la cancha:
—¡Milagro, milagro. Esto es un milagro!
Claudio Gómez me juró que Cacho se abrazó con el Cone durante dos minutos y, pasada la emoción, se sentó de nuevo en la silla de ruedas. Nunca más se volvió a parar.

lunes, 4 de octubre de 2010

Solos, una tarde


No fue fácil; de ahí el gustito de haber sido. Días cambiados, horarios dados vuelta y vidas cruzadas conspiraron un rato que duró un año y medio. Desde entonces, mi papá, mi hermano y yo no coincidíamos en espacio y tiempo en la cancha.
La huelga de una oportunidad exacta nos había devorado la paciencia. Se notó al momento de nuestra llegada. Una hora antes del partido, los tres, imitados en la vestimenta, elegimos un lugar en la tribuna. Disponíamos de todo el cemento para ubicarnos, porque a nadie se le había ocurrido gozar desde tan temprano. Teníamos sed de cancha, nosotros. Y así, de a sorbitos, nos tomamos revancha de los días en los que nos habíamos perdido de abrazarnos.
Atlanta nos dio la excusa. Nuestro equipo nos convocó para que nosotros tres, nuevamente, nos celebráramos las ganas de compartirnos. Fue este sábado, con sol y mucha otra gente. Sin embargo nos creíamos solos, mientras el mundo era mundo y la cancha, una fiesta. Hubo cuatro goles en los que aprovechamos para demostrarnos en la cara, uno al otro y el otro al otro, el placer de ser del mismo equipo. Y de tan vivos que estábamos, nos dimos el lujo de morirnos de risa.