lunes, 29 de noviembre de 2010

Sólo para creyentes


Dios ha muerto. Lo escribió una vez Nietzsche y pasó en realidad el día que Maradona jugó por última vez al fútbol. A partir de entonces comenzó el problema, Iglesia mediante. El Papa, el Arzobispado y los santos evangelios protestaron la metáfora del Diez y convinieron, arbitrariamente, declamar que no había Dioses de carne; y que sólo ellos, autoproclamados voceros de Dios, podían revelar la verdad.
Cuentan los que conocen el gran secreto que Maradona provocó la sospecha cuando habló de la mano de Dios, luego de su primer gol a los ingleses, en el Mundial ’86.
Atentos a las palabras sagradas, hay quienes siguieron la pista y concluyeron que existió el siguiente diálogo:

Dios: —Esto del gol a los ingleses nos va a traer problemas.
Maradona: —No me quedó otra que decir la verdad.
Dios: —La verdad, la verdad. Vos sabés Diego que no siempre es verdad la Verdad.
Maradona: —Barba, quedate tranquilo. En este momento soy tu mejor agente de prensa. Imaginate lo que habría dado el quía porque yo hubiese dicho ‘fue la mano del Diablo’.
Dios: —En eso tenés razón. Pero se van a dar cuenta que no sos humano.
Maradona: —El que casi me deschava es mi hermano el Turco, la vez que dijo por televisión que yo era un marciano. Y después del segundo gol a los ingleses, si ya sé, me dijiste que disimulara, que no hiciera esos goles porque me van a descubrir, pero era Inglaterra, qué querés; reconozco que me tenté. Te decía, el que algo intuye es Víctor Hugo. ¿Lo escuchaste? Dijo durante el relato: “Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”. Algo sabe, seguro.
Dios: —¿Y ahora cómo sigue el asunto?
Maradona: —Voy a sacar campeón al Nápoli. Es la lección postergada del Sur al Norte. Tengo que hacer sentir ganadores a los que creen que perdieron todo. Con eso ya está. Si querés, después hago algún escándalo mundano, me muestro como un hombre cualquiera y entierro las dudas.

Dios ha muerto, es verdad. El 25 de octubre de 1997, cuando Maradona se sacó los botines, ningún milagro volvió a suceder en la Tierra.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Ver


En la cancha vi llover y muchas veces resplandecer el sol.
Vi a una mujer parir y a un hombre morirse; se murió ahí, al lado mío.
También vi alguna gente llorar de tristeza y a otra de alegría.
Muchas vi jugadores transpirados y un día descubrí a uno que daba vergüenza ajena de tan sequito que había terminado el partido.
Vi árbitros parciales, unos pocos justos, y a los que alternaban su moral según quién jugara.
Vi gritar un gol a un chiquito tan chiquito que dudé acerca de su entero entendimiento de ese instante. Vi, la misma tarde, a un señor tan viejo gritar un gol que sospeché que la vejez y la infancia sólo se distinguían por edades.
Vi que se insultara a futbolistas y, contrariamente, que se les profesara respeto más allá del resultado.
Vi en la cancha una maqueta exacta de lo que pasa a cada rato, todo el tiempo, en cualquier lugar.
Lo que nunca vi en una cancha fue que alguien soñara tanto como yo te soñé a vos.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Enseñanza


El padre tenía la sabiduría de esos hombres que entendieron que el fútbol, como la revolución, no se trata de celebrar victorias, sino de superar derrotas. El hijo, de diez años, le había visto la cara a ese hombre después del partido. Sabía, entonces, que no había sido una caída más la del equipo.
La vuelta a casa fue silenciosa. Aquel señor de barba paseó su luto con la mano izquierda apretada contra una mano de su hijo, que no se animaba a soltar ni un sonido.
Se preguntaba el chiquito de pecas si hablar, en ese momento, incomodaría a su papá. Incluso, a pesar de su lógica infantil, se cuestionaba si decir lo que pensaba no atentaría contra su propia condición de hincha. ¿Cómo explicarle al padre, tan sufriente, que no había que ponerse mal? Que por lo menos no iba a tener que soportar, como él, que los chicos lo cargaran en el colegio. Siguió callado; prefirió la mudez a la torpeza.
Sin embargo, una pequeña mueca del padre, que se pareció demasiado a una sonrisa, le concedió valor para una pregunta:
—Papá, ¿vas a llorar porque perdimos?
—No— se apuró a contestarle el padre.
Y empujando las palabras para atravesar el ataque de asma, le murmuró al oído:
—De este dolor se aprende; por suerte, mucho más que cuando se gana.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Dios y la camiseta


“Enelnombredelpadredelhijoydelespíritusanto,amén”. Juancito rezaba todas las noches, apretando las palabras, casi sin modular. Tenía una familia creyente, que le había impuesto el hábito del rezo. Pero su fe no era tan católica como futbolera; Juancito rezaba por su equipo.
El extremo fue la noche previa a la final del ‘87, en la que ni siquiera durmió. Le dedicó el insomnio completo a pedirle a Dios, encarecidamente, y hasta dispuesto a resignar su felicidad de grande si era necesario, poder dar la vuelta olímpica. Juntaba las manos, Juancito. Tal cual le habían enseñado, respetaba el ritual de acompañar las palabras con el gesto misericordioso de los dedos entrelazados.
“Si mañana somos campeones, no pido más nada; te lo juro”, anteponía reiteradamente a sus murmulladas plegarias.
Era inteligente el chico. De esos que no parecen tener la edad que tienen; él, con sus siete años, hacía deducciones de un chico de quinto grado. Sin embargo, virgen de derrotas, no tenía ni el cuerpo ni la mente preparados para absorber el dolor. Cualquier marca contraria a su lógica podía resultar indeleble.
Tanta fuerza y dedicación en el rezo tenían que traer, necesariamente, beneficios. Juancito no concebía que pasara algo diferente. Ni el mínimo argumento le entregaba a la Providencia para no concederle el triunfo. Rezó, repitió las súplicas y encadenó a ojitos cerrados el pedido concreto: ganar y ser campeón.
Pasaron los años y Juan no se olvida ni de uno de los jugadores de ése equipo. Sabe la formación de corrido porque para él el recuerdo es persistente. Ya nunca, ni por milagro, se cansará de machacar que por culpa de esos hijos de mil puta tuvo que dejar de creer en Dios.

lunes, 1 de noviembre de 2010

"Asusta de sólo mirarlo Ojeda, no le digo"


Sepa usted, Garredo, que Ojeda es el hombre más valiente que yo haya conocido. Ojeda tiene pelotas, sabe. ¡Pero pelotas en serio! Es un batallador de mil batallas, capaz de matar a su madre, y más también, si es que hay algo peor que matar a una madre. Y no es de joder. Tiene eso Ojeda. El que se le cruza por el camino, pobre de él: lo desparrama, y sin arrepentimiento. Visceral es Ojeda, créame. Un hombre sanguíneo, que no se anda con vueltas. A Ojeda le importa un carajo andarse con prolegómenos, castiga si es necesario y punto. ¿Usted le ha visto la suela? Flor de calzada lleva. ¡Cuarenta y siete!, dicen. Pata ancha, cara ancha, surcos en la piel y mocho los dedos tiene Ojeda. ¿Y esos dientes! Imagínese si se le viene encima. Hace fules y todavía le piden disculpa.
De agarrarse a piñas, a montones tiene de esas. ¡Se ha peleado hasta contra un equipo entero! Él solo, sin ayuda de nadie.
Ojeda es guapo como nadie, Garredo. Con decirle que es capitán desde los seis años. De chiquito que tiene la cinta en el brazo. Ya de pibe se le notaba ese semblante de matón, prodigio para planchar grandotes y no estirarle ni siquiera la mano. Rompió rodillas que dio miedo, hasta cansarse, mire lo que le digo. Pero no se crea que eso era lo único que hacía. No, esa era una característica de su juego, importante, sí, pero Ojeda era más que eso. Usted no me va a creer, pero hasta era de gambetear. Tenía que verlo en sus años mozos, la tiraba para adelante y a los manotazos se sacaba gente de encima. ¡No le hacía falta mover la cintura! Amagaba con una piña y los contrarios pasaban de largo. Hizo goles de antología, no se crea. Le recuerdo algunos arrancando de atrás de mitad de cancha. No, si usted lo hubiese visto en esa época... Tenía la misma mirada asesina que ahora, en eso no hay diferencias.
Este hombre siempre fue de bancar la parada. De Tapiales lo sacaron entre veinte o más, con las manos ensangrentadas de tanta biaba que había dado. Imagínese: tipos grandes, llorando, pidiéndole que la parara. Cuando el equipo de Ojeda no ganaba, había quilombo seguro.
Una vez en Barracas lo enfrentaron a cuchillo. Le juro que no se achicó en lo más mínimo. Ahí tiene, mayor prueba que esa quiere, Garredo. Ojeda aquella vez se la bancó a mano limpia, él solito.
Con ese cogote y esas manos, qué quiere usted también, Garredo. Y feo. Encima, es feo. Eso amedrenta, qué le parece. Vio que los feos dan más miedo que los lindos. No sé, cuestión de imagen. Porque no por feo uno debería ser más guapo. Pero observe bien; mire bien y se va a dar cuenta que los fuleros asustan más. Y Ojeda, entre nosotros, que no se le escape, si hay algo que tiene es una cara que espanta. Eso también lo ayuda. Igual es guapo-guapo. Buen jugador, no sé. Aunque en mi equipo lo quiero. Ah, eso sí; a mí deme uno como Ojeda y le peleo cualquier campeonato.
El tipo es una bestia humana, qué quiere que le diga, Garredo. Si tiene que matar a uno, lo mata. No hay quien le diga ni media palabra de más. Ojeda se hace respetar adonde vaya. Tiene fuego, es aguerrido. Lo escudriñe al rival con esa mirada exaltada y eso le revuelve las tripas a cualquiera. No le digo yo el respeto que infunde. Es de poner la pierna donde todos la sacan. ¿O no ha visto cómo surca la cancha, de tan a fondo que va? ¡Ahuyenta hasta al más valiente, cuando pone de punta los tapones de esas suelazas!
Pero sí, se lo reconozco, Garredo, en algo tiene usted mucha razón: cuando hay que patear un penal, Ojeda se caga todo.