miércoles, 26 de octubre de 2011

El defensor convencido


La chica de la que estaba enamorado tenía por costumbre besar en la mejilla a los que hacían goles. Menos a su hermano, también jugador del equipo del barrio, ella bendecía con sus labios finitos y rosados a los eventuales goleadores.
Desde que jugaba, él nunca había convertido; los más de sesenta partidos, que a uno por sábado y teniendo en cuenta el receso por las vacaciones, representaban casi dos años de espera por aquel momento de gloria.
Si bien era muy chico, ya había aprendido que la pertenencia a un equipo implicaba compromiso. Su puesto de marcador central no lo abandonaba; en ese sentido tenía la catadura moral de una madre. Nunca había dejado desprotegido al arquero y tampoco habría salido a buscar su propia conquista, sin sentir en los huesos la culpa de incumplir su rol principal.
La vez que se permitió soltar amarras fue invitado por esa mirada cándida, que escondía la fuerza de un motor de barco. La había advertido un minuto antes del cruce providencial y la salida elegante. Después tuvo que superar a un rival que apretaba con ímpetu y levantar la cabeza para dar el pase a un compañero. Pero siguió, como quien aspira a la sorpresa.
Se dejó llevar ese hombrecito de diez años que, sin advertir la dimensión de su jugada, ya había pasado la mitad de la cancha. El acto inconsciente lo acompasó con otra gambeta y un amague que lo dejaron de cara al arquero contrario. Ahí ya no tuvo dudas; la dualidad entre avanzar o frenarse se reducía a acertar en el tiro, ese que podía abrirle la puerta del beso tibio.
A contramano de la futura sensación, el meollo debía zanjarlo con frialdad. Fue un instante, un pestañeo. El gol lo envolvió de abrazos que lo apretaron sin confundirle la imagen; el enjambre de compañeros a su alrededor no le impedían visualizarla.
Después del partido pasó lo esperado. Cuando se acercó a ella lo suficiente como para ser interceptado por el beso aunque conservando una sutil lejanía para no deschavarse tan burdamente, las piernas le temblaron. Ya en el momento del aterrizaje de esos labios dulces sobre su mejilla izquierda sintió que volaba y que hacer un gol era maravilloso y que –lo sabría más tarde– ese ruidito suave del beso era una melodía que no lo iba a dejar dormir.
Sin embargo, en el mismo instante que paladeaba esas sensaciones también se prometió, en silencio, que él, el último hombre de la defensa, jamás volvería a abandonar a su arquero.

jueves, 20 de octubre de 2011

El hombre al que le hubiese gustado ser ayer


El gol que más gritó fue, al cabo, el que lo arrastró a vivir con el deseo a contramano. Luego de aquella conquista, descolgó la ilusión del futuro para encajarla en la memoria; desde entonces, sólo quiso ser ayer. No había partido próximo que lo motivara ni rival que le devolviera las ganas de convertirle. La presencia permanente del pasado le quitaba la gracia a poder añorar. Lo suyo no era un estado de nostalgia; él era la nostalgia.
Acomodado al ayer, revivía en lugar de vivir. Su cinta mental era la letanía del gol que creyó mejor, el de la conquista que se había enamorado. Subestimó los cientos de goles que convirtió después y que ni siquiera festejó. Todos le parecían minúsculos ante la imagen que conservaba en mayúsculas, con letras indelebles.
Murió miserable de espíritu, ese empedernido hombre que cayó en la trampa del pretérito perfecto. Lo peor es que de aquel gol, el gol que él más gritó, ya no se acuerda nadie.

sábado, 8 de octubre de 2011

No estamos locos, sabemos lo que queremos (intérpretes, Santino e Ian)


Las derrotas confunden, demuelen la confianza, perforan los huesos, envejecen las ganas y arrancan lágrimas. Las derrotas también encarnan la virulencia para provocar peleas, hemorragias internas y hasta los más hondos dolores. Esas derrotas son las que confunden a los ya confundidos, demuelen a los desconfiados y envejecen las ganas de los viejos. Son esas derrotas las que arrastran a peleas a los que necesitan pelearse y hacen doler a los doloridos.
Hay otras derrotas, en cambio, que son derrotas aparentes.
Hay un equipo y dos casos. Una derrota profunda que parió dos victorias tan inversamente proporcionales a las actuaciones de Atlanta, en apenas cuatro días. Los casos son niños; la percepción genuina de dos enanos que agigantan la idea de los que pensamos que las derrotas, por sobre todas las cosas, afianzan los sentimientos.

Escena I. Después de la afrenta histórica de River, mi hermano quedó reducido a una versión desmejorada de sí mismo. Empapado de goles ajenos, de siete puñaladas, se abandonó a la cama.
Santino sabe que es de Atlanta, aunque no entienda todavía de qué se trata ser de Atlanta. Pero vio a su papá y heredó la derrota. Conmovido, le dijo:
—No importa, Atlanta no se rinde.
Y acto seguido pidió, inéditamente, ir a la cancha.
El cachetazo de ese miércoles negro lo devolvió a un terreno al que habíamos pretendido meterlo sin su permiso tantas otras veces. Pero no hubo caso hasta que la goleada en contra recayó sobre su cuerpo de seis años, tan joven como sus ganas de sentir que Atlanta no muere ni siquiera el ratito que dura la derrota.
Santino cumplió y fue a la cancha contra Instituto, otra partido espanta hinchas. Fue 0-4 en un festival de errores e impotencia que dejó la imagen desoladora de futbolistas, nuestros futbolistas, llorando y juntando las manos en señal de perdón.
—Otra vez fallamos— analizó Santino, ya en la calle.
Fueron tres palabras, no más. Suficientes para que mi hermano volviera a sonreír. Y para comprender que, muchas veces, las derrotas son triunfos disfrazados.

Escena II. Ian sorprende porque habla, piensa, pregunta y asocia como si fuese un adulto. De todas maneras, sus cinco años se evidencian más que en su tamaño, en la ingenuidad. Su frescura de hincha le permite tener doble y hasta triple camiseta, de ser necesario. Es (fanático) de Boca por su papá, de Atlanta por mi papá mi hermano y yo, y de All Boys, por el barrio. Puesto a elegir, se quedó con Boca y, como alternativa, Atlanta. Ahí se lo obligó a plantarse. Aceptó el juego y, un día, pidió ir a la cancha. Después de ir a ver a Atlanta su entusiasmo creció, aunque no tanto como cuando se consumó la derrota ante River. Ese partido lo vio y sufrió por televisión, y no fue capaz de correrse un centímetro hacia los dibujitos animados. Ian aguantó estoico todos los goles, sin caer en la tentadora trampa del zapping.
Dolido por lo visto, no le salió llorar. Pero después del pitazo final del árbitro miró a su mamá a los ojos, como sucede cuando se está por decir algo realmente importante. Y se largó a decir:
—Si juegan Boca y Atlanta, yo hincho por Atlanta.

lunes, 3 de octubre de 2011

Decidir


La vez que marcó el gol más maravilloso que alguien haya visto en la Liga estaba ella. Es obvio que debía ser así. Cualquiera que conociera la historia de aquel hombre sabría que sin su Musa en la cancha, él apenas era un jugadorcito al que lo sostenía su pasado. Justamente en ese tiempo pretérito engalanó las canchas con su andar fino, delicado, combinado con una velocidad de rayo y una fuerza inusitada. Características que podrían resultar improcedentes, en él contaban con el mérito de lo factible.
En realidad, el secreto era ella. Detrás de cada caño, gambeta o gol se encontraba la sonrisa aprobatoria de la Musa.
Cuando ella había dejado de ir a la cancha, el jugador que desafiaba lo imposible cayó en la trampa de la normalidad. Sin inspiración, su juego se pervirtió entre pases mal dados y búsquedas escépticas. El hombre se licuó entre los otros hombres y no hubo más gloria hasta la reaparición de la Musa, una tarde de lluvia.
Resultó instantáneo, un fogonazo; como una foto, click y listo. Verla y encenderse para causar una imagen imborrable. La jugada de las mil gambetas hasta el arco y más allá, que acabó con él perdido en el horizonte, brazos en alto, la garganta llena de gol.
Fue el miedo a deambular de nuevo por la cancha lo que provocó la paradoja; había vuelto ella, se había ido él.

(Al contrario de lo que parece, este post está dedicado a todos los hombres que no se resignan a vivir sin una Musa).