lunes, 28 de diciembre de 2009

"La Selección, la Selección..."


La selección es un cabaret, dicen. Maradona es la vedette censurada por la FIFA (un organismo con un nombre apropiadísimo para la ocasión), por mandar a la caterva de críticos a que "la sigan chupando". Bilardo es como esa vieja madame que alguna vez se la respetó por su belleza y que hoy vive de las fotos del pasado, sin poder despertar admiración con ese cuerpo atado con ropas para no desvencijarse por completo. Mancuso es la chusma que le sopla rumores a Diego y Lemme el único mártir que hasta ahora se cobró esta novelita de producción enteramente nacional.
Encima los jugadores andan con pretensiones de cartel y no les gusta si los corren al banco de suplentes; entonces se quejan por lo bajo, por lo alto y por las dudas. Total, si hay fracaso en Sudáfrica la culpa la tendrá cualquiera menos ellos, que hacen muy bien su tarea: hacer creerle a la gente que se vienen desde Europa por amor a la patria.
Si la camiseta pesa, si nadie conforma a un técnico que ni siquiera amaga con renunciar y para Don Grondona "todo pasa" habrá que buscar variantes.
Al menos si el cabaret va a seguir, que sea con glamour: "Juez, sale Messi y entra ella, Pamela David".

jueves, 24 de diciembre de 2009

Papá; no él


Mi primera pelota me la regaló el mismo que me obsequió mi primera camiseta de fútbol. No casualmente fue el que me hizo hincha de mi club y, también, el que fue DT una vez con el propósito de hacerme debutar en un campeonato de fútbol.
Y lo más importante: el que me enseñó que a la pelota hay que pasarla porque hay una por partido y compañeros, un montón.
En estos días de tanto fetichismo cristiano bien vale reivindicar a los héroes de carne y hueso. Yo elijo a mi papá; el que me hizo regalos auténticos.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Digno de indignarse


Lo más común hubiese sido escapar. Saltar la pared y correr como los que comprenden que el raje les puede salvar la vida. Hubiese sido su conservación del pellejo, seguramente. Pero quien le haya conocido las entrañas sabe que él no se hubiese perdonado una huida exitosa. Saberse a salvo mientras su amigo era carne de cañón, significaba una autocondena a muerte para el hombre que podría haber escrito un manual de estilo sobre la dignidad.
Ese día del descenso, los hinchas pedían sangre a gritos para saciar sus propias frustraciones. Y qué mejor blanco que un arquero al que le habían hecho dos goles de esos tontos, que invitan a la mesa de la sospecha a comensales hambrientos de culpables. Bastó que el árbitro pitara el final del partido para que comenzara la cacería. El salto masivo del alambrado le advirtió sobre la posible muerte del arquero, que emprendió una carrera veloz. Hasta que una zancadilla lo dejó de cara al piso y listo para ser achurado. Los colmillos afilados de esos verdugos impiadosos desgarraron el buzo y luego los pantalones del arquero. Y en medio de la paliza le escupieron la palabra que más duele: traidor.
A punto de perder su existencia por la horda incontrolable, el arquero espió que López, el nueve, venía corriendo en su auxilio. A las patadas se abrió camino aquel héroe disfrazado de delantero y llegó al rescate de un cuerpo inerte y machucado. López gritó sus verdades, defendió al indefenso y advirtió que si volvían a tocar a su compañero iban a conocer el poder de sus puños.
Fue tal la golpiza que recibió, que ni su madre hubiese sido capaz de reconocerlo. Dos horas después de aquel final bochornoso y ya sin nadie excepto ellos dos, el arquero levantó a López del suelo y lo arrastró hasta el vestuario. Recién entonces al hombre que otro hombre lo salvó de la muerte le chorrearon las lágrimas.

martes, 15 de diciembre de 2009

Se merece un monumento


Hubo una vez un gran arquero. Uno bueno de verdad. Flaquito, morochito, que a nadie intimidaba en el arco por su prestancia. Tampoco volaba a los ángulos ni evitaba los goles imposibles. Era uno de esos arqueros comunes al ojo común. Sin embargo los que agudizaban su mirada podían encontrar en él a un hombre astuto, sagaz, que le hacía perder efectividad al delantero contrario con algún movimiento imperceptible. Pero no era esa su mayor virtud. El flaquito, morochito, tenía el coraje de soportar el insulto injusto por algún gol que casi nunca cargaba con su culpa. Había que verlo impávido ante el acusador, que no podía soportar con dignidad los goles rivales. A fuerza de callarse, ese personaje entrañable con el tiempo le demostró al que tanto le reprochaba de qué se trata el fútbol. Acaso un juego que vale la pena compartir con amigos, más allá de la frivolidad que implica una derrota.
Aquel arquero bueno, pero bueno de verdad, es mi hermano. El otro, el delator, fui yo alguna vez. Hoy el Negro –el que era morochito– cumple años. Lamento no poder hacerle nunca un regalo tan grande como me hizo él: enseñarme el significado de jugar al fútbol.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

¿Y cómo dicen que es eso?


El partido entre felices e infelices se sospechaba existencial. Los tristes de un lado y los sonrientes del otro se enfrentaban tal cual eran. Dichosos los felices que salían a la cancha con una sonrisa. De costadito los espían los infelices, que no les preocupaba en lo más mínimo ocultar sus desgracias. Con esas caras tan amargadas pasearon su fútbol de alto vuelto contra la alegría ajena. Y los goles se sucedieron como antes los infortunios en su vida. Uno, dos, tres, cuatro, hasta ocho llegó la cuenta. Los infelices lograron un triunfo que nadie hubiese obviado festejar, salvo ellos; acostumbrados a la amargura, no pudieron disfrutar.
Sin embargo lo peor no les pasó a los que nada cambiaron. Como nadie les había enseñado a perder, los que hasta ese partido eran felices se llenaron de tristezas.
Desde entonces, en ese lugar de no sé donde nadie es feliz.

Alguien que jugó aquel partido, después de mucho pensar y mucho reír y llorar, concluyó: “La felicidad no se alcanza nunca. Pero ni uno debería dejar de perseguirla. JAMÁS”.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Relato en vivo de la Revolución


"La pelota la lleva el subcomandante Marcos, seguido de cerca por la CIA; pisa el balón el subcomandante y habilita a sus compañeros, que esperan en el área todos juntos, levantando la mano, como en una asamblea permanente.
Por el sector izquierdo también sube Evo Morales, ante la atenta mirada, disimulada por lentes negros, de marcadores implacables. Son los mismos que sospechan que tienen el partido ganado de antemano, si es que el sistema funciona tal cual lo prevén: cuando al ex líder cocalero se le haga el control antidoping, creen, le dará positivo y, según las normas que ellos mismos han establecido, las penas irán desde la condena internacional hasta la pérdida de puntos. Pero va Evo, pelota al pie, cabeza levantada, distribuyendo juego, aunque reciba patadas y los árbitros callen.
Arriba el viejo Fidel espera con la experiencia de los que lucharon para llegar ahí, al corazón del área, para el toque final. Miles de cubanos lo vivan desde la tribuna, mientras sufren la represión policial por entender que el mundo (capitalista) ha vivido equivocado. Igual nadie se va de la cancha, el partido es apasionante, y aunque la derrota de los de rojo parece inminente, existe un mandato irrenunciable entre los hombres y mujeres sensibles: el designio de este equipo es luchar hasta la victoria, siempre. Lo entienden esos simpatizantes que no dejan de alentar, gritar sus declamaciones y agitar banderas.
Y de pronto Evo escapa, consigue respeto por la coca y desmilitariza su sector de tropas estadounidenses y hay festejo. Igual que cuando se encienden voces latinoamericanas para repudiar el bloqueo económico y moral sobre Cuba. No hay derrota posible cuando se han atravesado murallas, se juega en equipo, y el gol de Evo –uno más- se festeja en Chiapas y llega, como chillido insoportable, a los oídos de la Casa Blanca.
En tanto, el compañero Lula se mueve de izquierda a derecha, en busca de la pelota, que pretende poner bajo su suela. Le hace señas Chávez a distancia, confundido por la posición del brasileño, que amaga por un lado y resuelve por el otro.
Ante la insistencia individual de Lula, el presidente venezolano decide desafiar a la patria del norte y sale eyectado por su banda como un manantial de petróleo. Si pierde la pelota, el Imperio contraataca. Sin embargo, el centro va justo para el Pepe Mujica, que lejos de lucir botines súper auspiciados sorprende con su paso cansino revestido en alpargatas. Pepe la para de pecho, o de panza, no se advierte bien, y ahí nomás hace un cambio de frente, amplio, y el que entra para el gol es el subcomandante Marcos que, como todo autonomista, se libra de las estructuras dominantes. Se levantan en las tribunas de Chiapas, se levantan los pueblos de Latinoamérica en general, Marcos está para definir, va a ser gol y victoria, tiroooooó, gooooooool, goooooooooool, el subcomandante Marcos se saca la camiseta, no así el pasamontañas, y se lee una inscripción que reza ‘Es necesario hacer un nuevo mundo. Un mundo donde quepan muchos mundos, donde quepan todos los mundos’. Emociona el festejo de los pueblos unidos que reclamaban dignidad.
Señoras y señores, hasta acá llegó esta transmisión por la radio clandestina: Sin más, nos despedimos. Es el final del partido; o el principio de otro mucho más grande que todavía está por jugarse".