miércoles, 29 de diciembre de 2010

El crack


En mi familia hicimos un pacto: que Santino nunca lo sepa; ni siquiera cuando sea grande. Las causas de la infancia no prescriben, mucho menos las vinculadas con la gloria personal.
Mi sobrino tiene cinco años y su padre, muy futbolero, lo anotó en una escuelita de fútbol. Su intención primera es que su hijo aprenda a jugar; la última, que sea futbolista.
Hasta ahora, Santino va chuequito y no parece ser de los virtuosos. Tampoco demuestra interés por la competencia ni concentración en esos partidos que se organizan una vez por semana. El mayor atractivo que encuentra, dice, es esquivar conitos y patear al arco. Atentos a su declaración, deducirán que Santino no es un chico que mida su yo con el resto.
Sin embargo, paladear la gloria seduce a cualquier personalidad. Había que ver la emoción post partido de ese enano con patitas enclenques, que pisa para afuera, luego de emprender una carrera furiosa en busca del gol. No hubo grito que lo detuviera ni compañero que recibiera el pase. Simplemente, Santino corrió con la pelota y llegó hasta el arquero, sin ser detenido. Era la estrella del día, el que había recorrido largos metros –al él, tan chiquito, le habrán parecido kilómetros- para convertir su primer gol. No dudó ante el hombrecito vestido con un buzo de arquero, que no supo qué hacer. Santino, ferviente hacedor de la obra, lo ajustició con un puntinazo y festejó la conquista.
Pasadas tres semanas, todavía habla de ese gol cada vez que surge la pregunta: “¿Cómo te fue hoy en fútbol?”.
Ninguno de nosotros retrucará su historia ni le contará verdades innecesarias. Que Santino no sepa, nunca, que aquella gesta fue un gol en contra.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Paradoja


Y allá fue. El Morrudo tenía por costumbre decir que iba en busca de su destino. Se lo veía siempre apurado, como si la actitud del cuerpo le acompañara la intención sobre el propósito.
De tanto que andaba, era privilegio de pocos ver sequito al Morrudo. Las gotas le caían más allá de la cancha; transpirado de tiempo completo, se le decía.
Cada vez que hacía un gol, pensaba en el futuro. Que esas conquistas lo acercarían a su gran conquista: el Morrudo buscaba su destino.
Los ojos enfocados, la mente fría y el corazón galopante. Ese hombre no le erraba al arco cuando apuntaba. Tenía el gol impregnado, como un signo. No miró jamás el presente, porque el Morrudo, decía, tenía objetivos allá adelante.
Aquel futbolista genial, que nunca se supo así, ya no juega ni sueña ni es morrudo. Pero todavía, lejos de resignarse, anda buscando su destino. Ese mismo que ya encontró hace rato.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El sabio que no sabía


Nadie sabía tanto como él acerca de los secretos del juego. Artista de la pelota, su zurda hizo explotar estadios enteros con remates certeros, toques sutiles y gambetas pergeñadas en el aire. Ese hombre volaba cuando encendía su carrera, siempre tan custodio de la pelota. Rivales que parecían de papel se desplomaban ante su paso fulgurante; el gol era, en general, el corolario endémico de semejantes acrobacias.
Fue el gran creador de jugadas que llevan su firma indeleble, aún no falsificada. Lo llamaban Mago, a falta de ingenio para corresponderle un apodo más exacto.
El hombre que todo sabía de fútbol era eso, un sabio. Sin embargo, se lo condenó por ignorante. Todos sabían, menos él, cómo emocionaba un gol suyo.

martes, 14 de diciembre de 2010

De local, siempre firme


Ver jugadores como el Gordo Valdés, Tito Pousada, Agustín Reinaldi... ¡Agustín Reinaldi, qué lo parió! Ese sí que la tenía atada, viejo. Una vez le vi hacer uno de esos goles que no se olvidan por nada del mundo. ¡Se gambeteó hasta a los compañeros! Así y todo no lo grité.
En realidad yo no gritaba ningún gol. Así de claro, viejo. Y ni hablar de tipos que pasaron por el club como Mario Miranda o el Chino Villanueva. Ojo, cuando se las pudieron tomar del club ni lo pensaron. Pero acá, sin embargo, los tipos son recordados por los dos campeonatos ganados en el ´83 y el ´84. ¡Y cómo! Son ídolos en serio, eh.
En un partido Villanueva estuvo ahí, justo ahí donde estaba yo; casi al lado. Pero no le dije nada. Ni un “¡Grande, Chino!”, nada. Por ahí para no desconcentrarlo; aunque más que nada fue por una cuestión mía. Lo que pasa es que lo mío iba por otro lado. Yo era un hincha silencioso, diría.
El día que salimos campeones en el ´84 quería ir y abrazar a todos. Pero no, me quedé en el molde. La vuelta la dieron todos, eh. Los jugadores y los hinchas que habían entrado. Menos yo. Yo me quedé paradito a un costado, mirando. ¡Y eso que era fanático! Sin embargo nunca perdí la línea; siempre fui un tipo medido.
Me acuerdo, también, la vez que cayó una pelota justo donde estaba yo. Íbamos perdiendo 1 a 0 pero ni me moví. Seguí mirando derechito para adelante.
—Dale boludo, alcanzá la pelota!— me gritaban los muchachos.
Yo seguía en la mía: era así, viejo, le gustara a quién le gustara. Eso sí, como a todo buen hincha, no me faltaban las cábalas. Yo me ponía siempre en el mismo lugar: cerca del córner derecho del lado de la tribuna que daba a las vías del tren. Y ahí estaba, siempre; aguantando muchas veces por adentro. Porque sufrir, sufría.
De local estaba siempre. Firme, no fallaba nunca. Eso sí, en la cancha me portaba como un señor. ¡Nunca un insulto! Y eso que a veces jugaba cada uno que era para matarlo, eh.
En esa época siempre me la banqué calladito; otros tiempos. Ahora es otra cosa. Puteo hasta a los que son buenos y grito los goles por todos los que me callé. Es que la cosa cambió, viejo. Desde que me retiré de la Policía, la cosa cambió.

lunes, 6 de diciembre de 2010

La maldición del natalicio


En el día de su cumpleaños, Michael Platini erró un penal; fue en el Mundial ‘86, contra Brasil.
Y a mí, hoy, no se me ocurre ninguna historia para contar.
Sepan ustedes disculpar las molestias.