lunes, 19 de noviembre de 2012

Oscar se tiene que enterar



Lo vi en el colectivo y rápidamente me di cuenta de quién se trataba. No sabía si él iba a reconocerme, pero yo no me olvidaba de su cara. Oscar simbolizaba el estado de ánimo de mi hermano las horas posteriores a su operación. Yo le miraba el semblante a Oscar para entender genuinamente el cuadro de situación. (http://www.elfutbolesunaexcusa.blogspot.com.ar/2012/07/un-partido-muerte.html); en parte, el Negro dependía de Oscar para estar mejor, sentirse vivo, no tenerle miedo a tubitos, electrodos, monitores, ruidos molestos y silencios molestos.
Oscar, lo vi dos paradas antes de bajarme, tenía el mismo gesto de tranquilidad. El enfermero hincha de Chacarita no se había olvidado de mi hermano. Hablamos desde que toqué el timbre hasta que me bajé; en el medio, un semáforo largo nos dio el pie exacto para reconocernos y que él me preguntara por mi hermano. Le dije que estaba por verlo en ese momento, que nos estábamos por juntar a cenar. A Oscar le gustó la inmediatez que podía cobrar el mensaje y me dijo, sentidamente, que le mandara saludos.
El Negro ya lo había visitado en el hospital, después de que le dieran el alta. Le había ido a agradecer, supongo, el costado de esperanza que sintió en cada saludo, en sus ratos mano a mano entre paciente y enfermero. Oscar me pidió que le retribuyera la atención y se justificó que ese día, el que fue mi hermano, él estaba tan ensimismado con otro caso que no pudo corresponder el saludo como le hubiese gustado. Le creí acerca de su interés por mi hermano porque en ese instante, dentro del minuto que duró el paso de rojo a verde del semáforo, me preguntó por Atlanta; de nuevo, por mi hermano. 
Lo que no pude contarle a Oscar fue lo que me enteré a dos semanas de mi encuentro con él. Que mi hermano va a ser papá. Ahora sé que cuando me encontré con Oscar, Vale ya estaba embarazada. Nada me parece casual. Oscar, el hincha de Chacarita que ayudó a que mi hermano siguiera con vida, reapareció cuando el Negro ya había dado vida. Otra vida bohemia.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Mirar, mirar



Miró tantos partidos a través de la ventana que la cuenta se le hizo imposible. Sabe que se jugó ininterrumpidamente durante años y varios partidos por día. Una ambigüedad tan grande como la resultante de haber mirado todo y no haber jugado nada. Se había convertido en un experto sobre el fútbol de barrio, que se le metía por la ventana. La literalidad se produjo cuando un pelotazo que atravesó no menos de cincuenta metros, dos árboles  y un cerco bajo que recubría el frente de su casa se incrustó en el comedor. Por primera vez sintió que estaba adentro del partido; que era parte. Ahí estaba la pelota, él tenía la pelota. Sin la pelota en la cancha no había partido; nada para mirar. Y pensó qué hacer y cómo. A lo lejos alguien, seguramente el que pateó, se acercaba lentamente, pisando la tierra seca. El pibe de la mirada profunda tenía unos segundos para resolver antes de que sobreviniera el pedido de “pelota”. Calculó el paso y la distancia del que venía con el único propósito de volverse con la llave del partido. Entonces supo que iba a tener que dejar la ventana, su mirador al mundo. Tomó coraje y sin advertir si el que se acercaba lo había visto o no, se arrojó hacia atrás. Estaba solo. Tirado en el piso, agarró la pelota entre sus manos y la devolvió con fuerza, con toda la que pudo juntar. Sintió que sacaba un lateral, como si estuviese jugando. En ese instante sintió en el cuerpo la satisfacción de haber, a pesar de no tener piernas. Se las habían amputado antes de mudarse a esa ventana, tras un accidente de autos. Cuando sucedió el choque, él no manejaba. Viajaba en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla.