martes, 27 de diciembre de 2011

El heredero


Cuando se cayó la naranja del árbol y puso el pie y reventó esa naranja contra el empeine y la fruta salió proyectada como un misil teledirigido, con la fuerza y la dirección exactas, supe que el pibe era un crack. Su repentización para convertir la simple escena de la naranja madura atendiendo la ley de gravedad en un remate, que se coló en el improvisado arco que formaban dos parantes y una rama de la parra, fue la primera evidencia. Una segunda muestra fue la precisión: la naranja entró en el ángulo, adonde apuntan los que saben. Pero nada lo evidenció tanto como las palabras dichas mientras me mostraba su pie, impecable.
—La naranja no me mancha.

martes, 20 de diciembre de 2011

La esencia


Estando en su casa todavía no se había despojado de la transpiración seca; la mugre invisible a la vista se hacía notoria al olfato. Ya hacía rato que el partido había terminado y que la catarata final de insultos le había aguijoneado los oídos. Era el goleador del campeonato pero ese día abandonó los pergaminos y exorcizó su voracidad frente al arquero rival. No podía. Su partido, o su cabeza, estaban en otro lado; quizás, en la infancia.
Lo que más le dolió es que desde la tribuna, su hinchada, le gritara vendido. A él, justo a él, que se había autoinfligido silenciosamente todos los reproches posibles cuando decidió jugar para ellos, por esa camiseta. Los del Campito lo habían entronizado y ahora, con una actitud diametralmente opuesta, lo conminaban a ser protagonista de un funeral.
Se había sacado la camiseta, la verde y blanca. Conservaba los pantaloncitos con el número nueve; estaba despeinado, como quien se desinteresa decididamente por las apariencias.
El momento era tan crucial y genuino que las formas eran un lujo innecesario.
Encima, tenía impregnada en las retinas a la otra hinchada, la que enfundada en amarillo y naranja había cantado durante todo el partido.
Escupía rabia el goleador. Era de esos tipos con convicciones; su punto de desencuentro fue ese partido, en el que supo que no era el profesional que creía ser. No le pesaba la evidencia. Al contrario, la entendía humanamente oportuna.
Los ecos de la radio lo apuntaban como el culpable de la derrota del Campito. Sonrío cuando escuchó que un comentarista lo tildaba de tibio para definir situaciones que ameritaban del fuego. Una ironía. Él contaba con el temple suficiente; tanto que hasta le pareció excesivo para un futbolista de su exposición. Las (malas) decisiones para definir arrastraban un sentimiento profundo, tan hondo como los calores de los infiernos. Él era el fuego.
Zambullido en su pasión, abrió el armario y buscó la caja que alguna vez guardó con la intención de no tener que utilizarla. Adentro estaba esa reliquia que le había dado su padre, ya muerto. Juntó valor para abrirla, dándose tiempo a madurar ese instante. El devaneo lo perturbaba, pero advertía que se trataba del destino inexorable después de aquel partido tan revelador. Abrió la tapa y espió por el rabillo del ojo izquierdo; estaba ahí, como pensaba.
Con su mano derecha la sacó de la caja y la puso de frente a sus ojos. Impertérrito, repasó mentalmente su vida con una velocidad galáctica. Los retazos seleccionados lo vinculaban con su padre, más que con nadie. Y con los colores, esos colores que ahora tenía tan cerca.
Cuando volvió en sí, besó la camiseta amarilla y naranja que conservaba como un tesoro oculto. Y lloró. Lloró como lloran los hinchas cuando toman conciencia de que algo importante pasó. Algo que de ahí en adelante los va a modificar.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Gracias, Pizurica


En estos días se murió Horacio Pizurica, un jugador de Atlanta que no vi jugar y que si llegué a ver, no lo tengo en claro. No fue mi ídolo y tampoco su figura se inmiscuye entre la galería de colección de futbolistas del club. Pizurica no era crack ni emblema ni ganó títulos. Y para mí, ni siquiera era Pizurica. Mi abuelo, el papá de mi mamá, era hincha de San Lorenzo y recalcaba ese apellido como fetiche para cargarnos a mi hermano y a mí; Muchas veces peleado con la dicción, Miguelito lo había internalizado como Piturica; t por z. El embrollo de lengua nos causaba gracia a la vez que le concedía a Pizurica, nuestro Piturica, una impronta especial.
Mi papá nos repetía como una letanía nombres gloriosos con los cuales golpearnos el pecho por ser de Atlanta. Sin embargo, el jugador de mi infancia (supongo que el de mi hermano también) es Pizurica.
Tenía 56 años, murió joven; hablo de Pizurica. El otro, Piturica, no se muere nunca más.

***

Cuando le conté a mi papá sobre la muerte de Pizurica noté en él cierta tristeza. Y me detalló una historia que conocía en pedazitos. Me dijo: “ese banderín que tenés firmado por los jugadores me lo consiguió Carlitos, que trabajaba conmigo; Carlitos era muy amigo de Pizurica”.
El defensor alto, de rulos, no es el jugador bandera de Atlanta. Acaso mi jugador de la infancia es mi jugador banderín.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Descubrir al verdadero jugador


Me gusta pensar al fútbol como el juego de la trampa. Que se entienda: la pelota como señuelo para identificar traidores y consagrar lealtades. Una cancha como escenario de lo que es, un disfraz de buenos y malos jugadores; la obligación de cualquier futbolero debería concentrarse en el desarrollo del ojo clínico para descorrer ese velo. El juego es la pantomima.
A mí me gusta una historia que leí por ahí. Con la guerra recién terminada, un soldado le pidió permiso a su capitán para volver a la zona donde los ejércitos se habían desangrado a tiros. El militar de mayor rango le hizo saber de la inutilidad de la acción, porque –aseguró- todos los hombres estaban muertos. El soldado igual fue y, al rato, volvió con su amigo cargado a sus brazos; estaba muerto. El capitán lo increpó, haciéndole saber su advertencia. Y el soldado contestó:
—No fue inútil. Cuando llegué estaba vivo, tenía los ojos abiertos. Me miró y me dijo: “sabía que ibas a venir”.
Me conmovió.
Si un jugador va al rescate de un compañero es el que vale la pena, aun si no cuenta con estirpe de crack; al futbolista hay que mirarle el corazón y no tanto los pies. A esos, a los leales, quiero siempre de mi lado. Le entrego a los rivales, si quieren, al nueve que no falla, que convierte en casi todos los partidos; ése que grita los goles solo, sin dar crédito al equipo.
Mi sentimiento está vinculado con una razón higiénica: no podría jamás compartir una vuelta olímpica con traidores.