domingo, 26 de junio de 2011

Esperando un gol


Apagó la luz e intentó dormirse. Fue un acto reflejo; de antemano sabía que un propósito semejante no iba a suceder. Cómo pensar en que el cuerpo se relaje hasta echarse a dormir, después del descenso. Lo perturbaba la trampa; despierto era imposible soportar el dolor de una afrenta tan grande. Su abuelo y su padre no lo habían preparado para el cadalso. Al contrario, siempre le habían endulzado los oídos con historias felices, de partidos y jugadores heroicos. Su espíritu estaba acomodado a una cultura futbolera predispuesta a la victoria. Cómo absorber, pues, individualmente la tragedia; no puede uno romper lo colectivamente construido. Prisionero del contexto, supuso hasta el último momento el cachetazo a la realidad. Que el gol llegara, que la historia no quedara tan jodidamente ofendida.
Encima, el tipo de la radio le sostenía el ánimo. Prometía la conquista inminente, que el rival iba a ceder, que seguro así, tan metido atrás, no iba a aguantar. Le insufló ánimo ese relato visceral, de alguien que parecía tan hincha como él. Era un gol, nomás. Pedía eso, no tanto como para que no se le concediera la gracia. Repasaba su vida para encontrar virtudes y algún costado filántropo que lo hiciera merecedor de no sufrir. El hombre creía en los méritos individuales; un pensamiento absurdo, que le mantenía despierta la esperanza. Cómo pensar que en él se depositaba el destino de tantos. La desesperación lo tenía confundido. Y mientras los nombres de los jugadores sonaban en la radio, se le cruzaban los deseos y las teorías ridículas. Y rezó y prometió y ya no escuchaba, porque el partido, creía, lo resolvía él o nadie; su equipo era un manojo de nervios a la deriva, incapaz de reencauzar el resultado.
El tipo de la radio le contó el final. Lo imposible pasó y él, tan creyente de los castigos focalizados, no se perdonó la derrota. Intentó dormir, sin hacer un esfuerzo efectivo. Más bien se dio el tiempo para pensar un instante chiquito sobre un acontecimiento tan grande. No había equivalencias entre el tiempo de reflexión y lo actuado. El hincha, el que asumió la culpa, se quedó tendido en la cama, en aquella pieza helada. Antes, se descerrajó un tiro justo en la boca.

miércoles, 22 de junio de 2011

Vínculo


El señor no es como otros señores, que andan mostrándose para que otros digan que lo son. Este hombre es un señor en serio, sin jactancias. Además, cuenta con la simpleza de los que ya resolvieron lo complejo; sabe bien, este señor, que nadie es más que otro. Por eso observa mucho, dice poco y en esas disquisiciones cotidianas se hace señor sin saberlo. A mí, por ejemplo, me enseñó que uno tiene grandeza cuando aprende a perder y que el éxito no es un valor. Me lo dijo casi sin decir, por lo que, intuyo por su humildad, jamás se atribuiría semejante lección.
Su escenario fetiche para la metáfora suele ser el fútbol. Es el ambiente que le sienta mejor a este verdadero señor al que vi emocionarse por las cosas más chiquitas y evidenciar su don de gente aun en las peores circunstancias de un partido.
Este señor, mi papá, fue el que me enseñó silenciosamente cómo hay que mirar la vida. Y encima, como si hiciera falta algo más, fue el que me hizo de Atlanta.

miércoles, 15 de junio de 2011

Jugársela


Fue una tarde en el campito, en esos partidos que se juegan por el honor y la gaseosa. Tenía 12 años recién cumplidos, absoluta pureza, cuando la vi por primera vez. Quizás haya sido un premio a la generosidad, pensé luego de un tiempo. La pelota se había lejos, algo que sucedía repetidamente si la jugada no terminaba en gol. No había pared ni nada que contuviera un remate desviado. El ocasional voluntario para ir a buscar la pelota solía ser el que más cerca quedaba del arco; pero a los 12 años, además de ingenuidad, el hombre está poseído por una vagancia visceral.
Lo mío fue un arranque, una reacción providencial. Apenas percibí que la pelota se perdía por el costado del palo izquierdo empecé un trote que transformé en pique para recorrer los casi cincuenta metros que había hasta el paredón del fondo. Todavía no me explico semejante actitud desprendida; ni siquiera tropecé con la idea de hacerlo por mi compañero. Fui por impulso, ganado por la voluntad misma. Y resultó que, como si se tratara de un plan canje inmediato, mi arrojo tuvo premio. Ella estaba ahí, cerquita de la pelota. Me quedé quieto, embobado. El impacto de su frescura me aceleró el corazón y me puso de frente a mi propia estupidez. En lugar de hablarle, de buscarle su mirada dulce, agarré la pelota y sin mediar ni un atisbo de saludo me di vuelta y rajé para el campito. Llegué con las piernas temblando, parecido a lo que debe sentir el que corre una maratón sin estar acostumbrado.
Lo que siguió del partido no puedo contarlo; yo ya no estaba conscientemente ahí. Mi único propósito se limitaba a ir en busca de alguna otra pelota perdida, con la esperanza de volver a verla. Elaboré tantas estrategias por si se repetía lo irrepetible que mi desconcentración se volvió evidente a los ojos de cualquiera. Para peor, el partido estaba picado.
Hacía ocho tardes consecutivas que no lográbamos un triunfo ante nuestro rival de toda la infancia. Sin embargo, por primera vez no me importaba ganar o perder. Pifié un gol hecho, según parece por el nivel de insultos, en el momento en que se me había ocurrido la frase inicial que tenía que decirle a esa belleza. Daba vergüenza mi ajenidad a un partido que para todos los que estábamos ahí, por una hora, siempre resultaba de vida o muerte. Lo más condenable sucedió al final. Perdíamos por un gol y ya prácticamente no había luz natural, el indicador para determinar el final del partido. No sé cómo me cayó un pase en los pies, sin marcas, con el arquero a unos metros por delante. El arquero y yo, nadie más. Corrí derecho mientras mi cabeza jugaba a la ruleta rusa. Era ella y el arquero; la chica hermosa o el honor a salvo, el mío y el de mis compañeros. Dependía de mí, un hombrecito que hacía un rato había decidido ser generoso para buscar una pelota perdida por el fondo. Yo, el idealista; el que tenía conciencia social a pesar de cierta superficialidad, lógica de la edad. No podía fallarles a mis amigos. Y abrí el pie. Lo abrí todo lo que pude y pateé abajo, lejos, bien lejos del arco. Nunca detuve la marcha; seguí como una flecha detrás de la pelota, mientras el coro de insultos se hacía cada vez más lejano. El gol se lo hice a la vergüenza; entre las voces perdidas, fue que a ella le dirigí la primera palabra.

miércoles, 8 de junio de 2011

Ese arquero era macho de verdad


Advertencia: el siguiente post contiene palabras de alto contenido escatológico. Los impresionables, abstenerse; los otros, en cambio, pueden seguir sin que decididamente les resulta una absoluta mierda.

Mi amigo Juan me contó el día que vio y olió –porque me jura que se olía a cinco metros de distancia- cagarse encima al arquero de Atlético Saliqueló. En ocasión de un penal que podía definir el descenso de su equipo, aquel muchacho del que se preserva el nombre improvisó un espectáculo excrementicio de cara a la hinchada que estaba detrás.
Juan dice que tanto prolegómeno antes de la ejecución le tuvo que haber jugado en contra. Traducido al criollo, la antesala habrá sido para él un momento de mierda. Literal, porque cuenta mi amigo que el flaquito ese se cagó hasta las patas.
Trató de parar la chorrera sucesivamente con ambas manos, pero no hizo más que enchastrar los guantes blancos, devenidos marrones. Estoico en su escena de héroe o personaje anónimo, según su suerte en el arrojo, demostró no ser cagón a la hora de poner la cara. Y ahí aguantó, a pie firme, culo fruncido, pantaloncito sucio, completamente hediondo. En esos casos es cuando se ven los valientes de verdad, los que no se borran ante la primera eventualidad. El arquero cagado no se cagó.
Llegado el momento crucial abrió los brazos y piernas, y se hizo ancho, anchísimo, sin intención de disimular lo evidente. Era como un cóndor con las alas desplegadas; eso parecía, un cóndor. Un cóndor cagado, pero cóndor al fin. Apenas el delantero sacó su remate seco, el flaco despegó del piso y voló raudo hacia la pelota, con destino de ángulo. Juan me dice que todavía repasa la jugada y la visualiza en cámara lenta. El arquero pasando delante de él, manos abiertas, la caca líquida salpicando el pasto. Fue la atajada más maravillosa que mi amigo me jura haber visto. Quizás fue el impacto que causaba la mierda, pero dice que no, que no está contaminado por la circunstancia; que el vuelo fue realmente el de un cóndor. El arquero atrapó la pelota en el aire y, después, la levantó para mostrarla como trofeo. Era la salvación. Ahí, en sus manos, quedaba atrapada la gloria. Había que ser macho para sostener tanta gloria. La gloria que, de pronto, se fue a la mierda cuando al entonces héroe, con los guantes resbaladizos, se le cayó la pelota, que dio en su espalda y se metió en el arco. Injusticia del fútbol, aquel arquero fue condenado al escarnio por su única cagada en todo el campeonato.

miércoles, 1 de junio de 2011

En su mundo


Los padres a veces se empecinan en que sus hijos sepan cosas que no tienen ninguna importancia, salvo para ellos. El autoengaño funciona así: le cuentan algo a sus pobres angelitos con entusiasmo; con mucho entusiasmo, sin que decaiga la intensidad del relato. A ninguno les importa las caras de desconcierto de sus mini interlocutores. Lo relevante es el mensaje. ¿Qué mensaje? No hay respuesta.
Santino tiene un papá futbolero. Muy hincha de su equipo y, parece, también atento a los grandes acontecimientos que suceden en cualquier cancha.
El trabajo de transferencia de club por ahora es un trámite encaminado; Santino no sabe cómo salió Atlanta, nunca, pero es de Atlanta. Lo dice él, con el convencimiento veleta de un chico de cinco años, y su papá es feliz cuando le escucha salir de la boca la palabra mágica: “Atlanta”, repite Santino.
Con esa cuestión de base resuelta, su papá fue por más. No quería que su hijo perdiera de vista la perspectiva de que es contemporáneo de Messi, el jugador extraterrestre del cual Santino ya tiene una camiseta del Barcelona con el apellido más famoso grabado en el reverso.
Ante una nueva maravilla del equipo culé y de su jugador-bandera, el papá de Santino activó el imperceptible operativo “vos no podés no saber esto”:
—¿Santi, sabés que ese que está ahí es Messi, el mejor jugador del mundo?
—…
—Vos tenés la camiseta de él. ¿No sabés quién es?
—Sí.
—¿Sí? Muy bien. Messi, como te dije, es el mejor de todos los jugadores.
—Ahhhh.
—¡Entendiste!
—¿Papá, Messi juega en el equipo de Ben10?
—…