lunes, 26 de septiembre de 2011

Levante la mano el que es un distinto en el fútbol


En la charla familiar de los martes a la noche, Santino tomó protagonismo por su actuación futbolera de la tarde. Contó su papá que cuando llegó a verlo, el partido ya se estaba jugando; y que lo advirtió por todos, menos por Santino. El niño invicto de goles miraba hacia arriba. Estaba concentrado en una luz; justamente, ahí hacía foco. Y sigue su papá diciendo –con ánimo de denuncia–, que su hijo se activó en el partido cuando advirtió su presencia. Entonces corrió sobre el ramillete de piernas que encubría la pelota, sin que su aparición repentina causara ninguna alteración en la jugada. Hay sonrisas. Mi madre sospecha que no hay complicidad, sino burla por su nieto. Y entonces sucede lo imperdonable, lo que colma los límites. Apunta mi hermano que hubo un gol, el segundo de los contrarios. ¡Y Santino lo festejó! Se escapan las carcajadas. El tipito escucha, de costado, porque mientras el relato sucede, él mira los dibujos animados. Sí, repite el padre; estaba desatento y festejó el gol rival, como si fuera de su equipo. Una vez que se dio cuenta, se agarró la cabeza con las dos manos. Tarde. Mi papá golpeó la mesa para exagerar la risa, mientras remarcaba que su nieto era un fenómeno.
Y arremetimos con sentencias; todos opinamos. Desde su mamá rescatando el espíritu solidario de su hijo, que se alegraba por la fiesta de un gol, a pesar de los supuestos perjuicios en carne propia; hasta las sospechas de mi hermano y mías, que empezamos a abandonar la idea de un potencial Messi. Por ahora del crack del Barcelona, Santino tiene sólo la camiseta.
El protagonista que se mantuvo mudo en la escena no enciende ninguna defensa sobre la falta de gol ni otros señalamientos acerca de su juego. Él sigue mirando el foco; otro foco, ahora el de la televisión.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El director técnico menos pensado


Don Heráclito les aclaró que no sabía, a los que sabían que él no sabía. Sin embargo, prefirieron hacer de cuenta que no sabían lo que sabían. Sin más remedio pero tranquilo con su conciencia, Don Heráclito aceptó el desafío.
Nunca había dirigido a un equipo, aunque su aire de hombre erudito despertaba la fantasía en los demás sobre sus posibles conocimientos de fútbol. A Don Heráclito le gustaba pensar acerca de la mirada de los otros. Entendía que le conferían sabiduría por su excelso criterio y no por la ignorancia ajena. Y así funcionaba de alguna manera el pueblo: todos creyendo en alguien que no fuera sí mismo. La excepción era Don Heráclito. El asunto era que él bien sabía que de fútbol no sabía.
Dirigió al único equipo del pueblo por una cuestión de necesidad. Cuando lo convencieron sus coterráneos que dependían de su arenga o lo que fuera para ganar un partido. No era un partido cualquiera. El pueblo se jugaba el orgullo –que por aquel lugar con pocas pretensiones era exclusividad del fútbol- ante sus vecinos. Los rivales eran del pueblo de la Eternidad, que se jactaban de tener un nombre trascendental. Creían, incluso, que la sola denominación implicaba una pertenencia literal; era usual que entre los habitantes de ese distrito se prodigaran con convicción aquello de “no te mueras nunca”.
Don Heráclito encendió su alocución en la previa del partido que iba a determinar quién se quedaba con los terrenos ubicados en zonas donde los dos pueblos decían tener jurisdicción. Les habló a sus dirigidos de moral, de filosofía, de historia y, finalmente, les acercó una única premisa futbolística:
—Metan la pelota en el arco, manga de inútiles— los conminó.
Tocados en el amor propio, los muchachos que contaban las derrotas de a cientos y los mínimos triunfos como hazañas salieron a jugar para ganarse esa porción de la tierra.
Mientras transcurrían los minutos, Don Heráclito leía un libro y cada tanto levantaba la vista para relojear en qué andaba el partido. Cuando advertía alguna mirada inquisidora de conceptos, soltaba un “sigan así, van bien”.
El improvisado director técnico no reparaba en los goles del rival, que a cinco minutos del final ganaban por cuatro. Avisado sobre la inminente derrota, en ese momento Don Heráclito guardó el libro y se acomodó el sombrero. Entonces se paró, se subió el pantalón casi hasta el ombligo y entró a la cancha. Ante la sorpresa de todos, se agachó y tomó un poco de tierra. La pantomima incluyó un discurso en plena cancha:
—¿La tierra, para qué quieren tanta tierra estos tipos? Ya sé, estos muertos van a necesitar hacer un cementerio.
Los de la Eternidad se sintieron heridos en lo más hondo del orgullo y enfurecidos emprendieron la carrera hacia Don Heráclito.
No hubo un sólo jugador de aquel equipo que no le haya pegado. El árbitro suspendió el encuentro que, al otro día, un tribunal de la ciudad cabecera del partido le daría por ganado a los que habían padecido una goleada.
Don Heráclito se enteró de la noticia en el hospital. Y sonrió porque sabía que los demás sabían que él de fútbol no sabía nada. No hacía falta.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Patear contra el olvido


En un pueblo donde la muerte es casi tan respetada como el fútbol, el cementerio le sigue a la cancha como lugar sagrado. Obviamente, las tumbas evidenciaban los pasados. El criterio utilizado para consagrar a los muertos es futbolero.
Si se considera que alguien fue generoso, se lo sepulta con el número diez; homenaje al enganche, capaz de disfrutar más de una asistencia que del propio gol. En cambio, a los menos queridos se los condena con algún puesto de la defensa; ergo, se los entierra atrás, bien al fondo. Mientras, los que tuvieron una vida solitaria son ubicados en el panteón conocido como “el de los arqueros”.
Los héroes del fútbol gozan de una sepultura especial. De todos ellos, el pedestal es para Francisco Cremolatti. El hombre se quedó helado el día que le dieron la capitanía, para jugar la final contra el pueblo vecino. Salido del aturdimiento, Cremolatti asumió con gusto los honores. Era el nueve del equipo, el goleador. Sin embargo, se sorprendió cuando le concedieron la cinta. Su impronta de gol no necesariamente reflejaba su capacidad de liderazgo. Imbuido en las tareas de capitán, hizo aflorar la hombría que, en definitiva, le permitiría tener un sitio de privilegio en el tan ponderado cementerio.
Con un tanto marcado sobre la hora, se abrazó a la historia como ningún otro. El pueblo le rindió culto en vida, aunque atento a las costumbres póstumas esperó por su muerte para honrarlo debidamente.
Dicen aquellos hombres y mujeres eternamente agradecidos, que así tiene que ser. Que si alguien sigue vivo en la memoria, se hace de cuenta que no murió nunca. La gente, esa gente, todavía le lleva a Cremolatti comida a su tumba.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Verdaderos legados


Hace muy poquito escuché a un chico quejarse ante su abuelo porque no le creía lo que ese hombre le contaba de un jugador maravilloso, que le sacaba la lengua a los arqueros para distraerlos antes de hacerles el gol. Enojado, el chico le insistía a su abuelo por historias reales, cualquiera sea que él le pudiera creer. Y me quedé pensando. Un rato, bastante rato. Me consuela suponer que ese señor canoso finalmente podrá transmitirle la magia del fútbol a su nieto, con otras verdades mentidas.
Ese chico y su abuelo activaron mi propia máquina del tiempo. De pronto recordé que siempre me gustó que mis abuelos me mintieran leyendas de fútbol. Para mí, ésas eran las historias auténticas.
Si yo tuviera nietos le inventaría verdades que sucedieron en una cancha de fantasía. Y estoy seguro de que no podrían resistirse a la risa o la exclamación exagerada. Les contaría con la convicción que ameritan los relatos legítimos que una vez un futbolista se gambeteó a sí mismo y no pudo volver a verse. También me deleitaría que creyeran que hubo un delantero que no quería hacer goles porque le gustaba que la gente estuviese en silencio. Si exigieran explicación, les diría que los evitaba porque esa calma muda le hacía acordar a las siestas de la infancia, en la casa de sus abuelos.
Y trataría también de impresionarlos con el arquero al que le hicieron miles de goles, porque se dedicaba a atajar la sombra de la pelota. Ese era un hombre –les indicaría- al que le gustaban los grandes desafíos.
Por último, los entusiasmaría con la fábula del árbitro que prefería amonestarse y hasta expulsarse antes que sancionar a los jugadores. Argumentaría que, al parecer, de chico había sufrido demasiado castigo y quería salvar de esa suerte a los futbolistas.
Yo quiero contar esas historias. Me sentiría como un equipo que gana por goleada si ellos, mis futuros nietos, alguna vez se dejaran seducir por estas verdades y no por la realidad, siempre tan irreal.