Salió de su casa para entrar y corrió todo lo rápido que le fue posible con tal de llegar tarde. Después, fue el héroe de la tarde con dos goles que no gritó; en cambio, festejó la dicha de no sentirse frustrado por cada pelota que remató a la tribuna. Así vivía y también jugaba. El hombre que andaba siempre del revés fue, a pesar de él, el mejor jugador del mundo. Un vanguardista de un fútbol que, antes de su irrupción, repetía fórmulas y consagraba al éxito como valor absoluto. El de un fútbol que lucía al derecho por donde se lo mirara.
Hasta que aquel goleador embelesó a sus compañeros, que seducidos por su carisma le imitaron el estilo. El equipo entero dejó de sonreír por los goles convertidos, pero no disimulaba carcajadas cuando desperdiciaban chances inmejorables. Y pasó que corrían para alargar la espera de un pase, que detenían la marcha ante la ansiedad de poder convertir, que se abrazaban cuando perdían, que ni se miraban cuando ganaban y que andaban de luto por sentirse tan vivos. Ese equipo marcó la diferencia sin quererlo y contagió al resto, que pronto transformó las vivencias de las canchas; a ése fútbol se le notaba las costuras. El mundo del revés volvió a estar al derecho no se sabe cuándo ni cómo. Por los pocos indicios que hay, se intuye que fue después de que el equipo que provocó la revolución cayó en la trampa de jugar para ganar.