Al Tío no había nada que lo entretuviese más que verlos
jugar durante horas al fútbol. Le decían el Tío, aunque no tenía sobrinos. El rebautizo
era un acto de justicia: los chicos de aquel pueblo enano de pescadores hubiesen
querido tenerlo de tío; todos se sentían, de alguna manera sus sobrinos.
El Tío era espectador ante todo. Pero ocasionalmente juez
que dictaminaba, para que las discusiones no se alargaran inútilmente. Y también
un gran observador. Después de muchas tardes de ver lo que la apariencia no delataba,
llegó a la conclusión de que los chicos jugaban sin motivación. Que corrían,
pero se reían poco; que ganaban o perdían, pero el resultado tampoco los
inquietaba.
La aventura de entusiasmarlos se trataba, precisamente, de seducirlos
con una aventura. El secreto lo soltó una tarde en que un empate repleto de
goles les había hecho perder el encanto del festejo.
Mientras los chicos se iban, él, sentado, gritó al aire sin
mirar a ninguno:
—Acá es muy fácil. Quisiera ver quién se anima a hacer goles
en la cancha imposible.
El anzuelo acercó a la mayoría; el resto se sumó a las pocas
palabras, cautivados por el histrionismo del Tío.
Ese mismo día decidieron que tenían que encontrar el lugar
que el Tío referenciaba sin dar precisiones de cómo llegar. El mapa no era
problema; a todos los desvelaba cómo harían para convertir un gol donde, según
el Tío, nadie lo había logrado.
La primera vez que cruzaron en bote se perdieron. La segunda,
lograron ubicarse mejor. La tercera pegó en el palo: casi llegan a la cancha.
La vencida fue la cuarta.
Desafiaron a los chicos que allí jugaban y, acorde con los
presagios del Tío, el partido terminó 0 a 0. Pero quisieron volver. Y lo
hicieron casi sin interrupciones durante un mes. El que más cerca estuvo de
convertir fue el Rulo, pero al momento de patear asumió el peso histórico, la
responsabilidad apabullante de cortar con la racha, reducidos en la frase que
el Tío repetía como una letanía: ahí nadie hizo un gol. A Rulo le salió un
tirito, a las manos del arquero.
Fue a los tres meses y medio que sucedió lo nunca visto.
Joselo, el pibito distinguido por su doble dentadura, apretó los dientes y sacó
un remate misilístico. Fue un rayo. Su tiro atravesó las posibilidades de un
arquero absorto, que vio cómo los silencios quedaban sepultados bajo el gol más
gritado del mundo. Así terminó el partido: 1 a 0.
La vuelta en bote fue una fiesta que, tendría su punto más
álgido en la cara del Tío. Los chicos jugaban a imaginar la sorpresa del hombre
que tendría que cambiar el discurso, que tendría que hablar de ellos, quizás, como
de los nuevos próceres.
A Joselo no le salían las palabras, así que tuvo que contar
el relato Marito. Marito era tartamudo. Sin embargo, con la emoción dijo todo
de corrido.
El Tío les festejaba la hazaña y los abrazaba y los pibes se
miraban y no podían creerlo y entonces el Tío pensaba, pensaba que había valido
la pena y se reía, se reía sin hablar, porque mientras tanto se acordaba o más
bien trataba de repasar los más de cien goles que él había convertido en
aquella cancha.