La
tarde pintaba mal de antemano para aquellos muchachos que habían
aceptado por obligación el desafío con el otro pueblo; el rechazo
les hubiese
valido la humillación de una etiqueta que cargarían por siempre: la
de “cagones”.
Como
sabían del peso del estigma, no hubo otra salida que la derrota.
Perdieron 5 a 0 y la sensación es que el resultado le quedó chico
al equipo ganador. Las cargadas sobrevinieron sobre aquel grupo de
muchachos con buenas intenciones y malos jugadores. Uno, el presunto
capitán, cansado de la fanfarria rival y los festejos desmedidos,
agitó la patraña:
—El
día que les juguemos con el Marito no tienen más chances de
ganarnos.
Marito
nunca había jugado al fútbol y tampoco imaginaba que su amigo lo
convertiría en un ícono. Los rivales tomaron la provocación y
disminuyeron los alaridos triunfalistas; enseguida, pidieron revancha
con Marito en cancha.
Y entonces empezó
el problema. Cómo transformar en verdad una mentira tan artera, tan
fácil de demolerar con la mínima evidencia.
De
Marito se contaron proezas que corrieron con la velocidad de una
corriente embravecida y no dejaron discurso sin salpicar. De tanto
repetirse, incluso algunos que sabían de la mentira la asumieron
como verdad. El mito llegó a preocupar a Marito, que repetía otra
mentira para conservar el invicto de sus supuestas hazañas:
—Estoy
lesionado—, se defendía.
Su
amigo, el que inventó el asunto como una salida rápida y decorosa
de la humillación, le pidió por favor que sostuviera la ya entonces
creencia popular. Marito cumplió. Y fue más allá.
A
la vuelta, de su trabajo y los fines de semana también, se había
encomendado una rutina: dos horas de tiros libre. Al principio, hasta
fue capaz de lo imposible: pifiarle a la pelota quieta.
Con
el tiempo le fue tomando la mano y a los seis meses de iniciada esa
tarea, ya le pegaba con bastante exactitud. Le llevó un año de
corrido, sin interrupciones en su rutina, colocar la pelota más o
menos donde él quería. Su titánica acción cotidiana estuvo sumida
en el más absoluto silencio. Recién cuando se creyó capaz de
patear un tiro libre de verdad, con hombres delante que oficiaran de
barrera y un arquero que tratara de impedir el gol, se lo comentó a
su amigo.
El
plan se llevó a cabo una tarde, de local. Después de perder todos
los desafíos, el equipo del pueblo de Marito decidió desempolvar su
estatua viviente. Su presencia fue intimidatoria. El partido se
mantuvo empatado 0 a 0 hasta bien cerca del final. Los rivales, con
la carga emocional de saber a aquel héroe sentado en el banco, se
mancaron en cada ataque, afectados por el temor que implicaba el
eventual ingreso de Marito. El equipo de su pueblo resistió agrupado
atrás y la única vez que atacó logró el milagro de generar un
tiro libre cerca de la media luna. Cuando el delantero cayó, Marito
se levantó del banco, eyectado con la propulsión de enteder que era
su tiempo; la hora de enaltecer el mito.
El
cambio generó murmullos entre rivales que suponían lo peor:
entraban a la cancha las mil hazañas.
Marito
se paró delante de la pelota y ensayó el ritual que preambulan los
cracks para acomodar la pelota. La besó y la arrastró de adelante
hacia atrás, antes de clavar la mirada en un horizonte lejano, en el
que imaginó colocar el remate. Los de la barrera sabían que eran
testigos frontales de la historia. Marito tomó corta carrera, como
había practicado durante 730 horas y ajustó su tiro contra un
ángulo; el arquero miró, estático. Sin gritar el gol, Marito pidió
el cambio, mientras se tocaba el aductor izquierdo. Fingía una
lesión; fingía el mito.