Hasta hace cinco minutos me había sublevado al movimiento. Me imagino
visto desde afuera: quieto como un pescado de pecera que solo mueve la boca,
pero jamás los ojos. O como un limpiafondo. Eso. Mi único estímulo era el fondo
de pantalla de mi computadora, una foto en la que estamos mi papá, mi hermano,
un señor viejo, muy viejo, y yo. Al momento de escribir estas líneas, la foto
tiene un año, ocho meses y 22 días y esconde
mucho más que la condición de documento futbolero: encierra el secreto de conservarse
viva. Es una foto que dice, que dice gritando, que tiene olor; la foto
transpira.
La imagen nos rescata de la fugacidad. Mi papá, el que se ríe, es el que
siempre sale con la boca cerrada; es el primero de izquierda a derecha y esta
vez sonríe y se deja ver los dientes. Él es la generación familiar de hinchas
de Atlanta que nos antecede a mi hermano y a mí. En escalera genealógica lo
sigo yo, ahora en una foto que aparezco con la camiseta y un globo largo
desinflado que me até en la cabeza para sumarme colorido bohemio. O para disimular
el avance inclaudicable de mi alopecia. Como si intuyera que podía tratarse de algo
importante y me asegurase una estética que no desentonara con esa proyección
testimonial.
La foto fue parida el día que Atlanta le ganó a River en cancha de Vélez,
un partido con pretensiones épicas que guardo cuidadosamente en una memoria que
no se caracteriza por ser prodigiosa. A mi derecha está mi hermano, también con
la camiseta. Y el que le sigue es un señor viejito que nunca habíamos visto
antes y tampoco volvimos a ver; ese señor sin nombre tiene saco y pantalón de
vestir, como se iba antes a la cancha.
Miro la foto sin pensar en jugadas y sin detenerme en el gol del triunfo.
Le sostengo la mirada largos minutos, envuelto en las cuatro caras y me
preguntó cuál será el magnetismo. Tres generaciones de hinchas de Atlanta
encuadradas en un instante.
Aquel día mi hermano lloró. Lloró como un nene y se frotó los ojos para
despejarlos de lágrimas. Incluso tuvo que sacarse los anteojos para una
limpieza exitosa; en la foto todavía conserva las formas y los lentes de marco
negro.
Mi papá muestra su boca semiabierta en un desafío improvisado a su
postura fotográfica; lo dije, es el hombre de la boca cerrada ante los flashes.
En esta escena parece estar cantando, o al menos intentándolo. Mi papá canta
poco y mal. Tartamudea las letras, las cambia, las confunde. Sólo cuando
alargamos el loboheeeeeeeeeeee logra sumarse al coro, aunque no suele acertar
el ritmo. La foto disimula esos detalles pero amplifica otros. Ese día él
estaba feliz. Ese día él estaba con sus hijos –mi hermano y yo, y no nos tiene
que contar el partido. Ese día nosotros también vimos que enfrente estaba
River, el gigante que venía a aplastarnos a los seis mil que impostamos voces
estentóreas para disimular las cantidades. Si nos ganaban sería en la cancha,
nunca gritando. La ley de la tribuna se arroga derechos por voz propia en caso
de derrota.
Detrás de nosotros hay gente borroneada; hay gente que en esta foto no es
gente. Apenas sombras de nuestros cuerpos nítidos, de nuestra imagen viva. El
señor viejo, muy viejo, sin dientes, transmite emociones. Se advierte en su
cara las palabras que nos dijo después del triunfo:
-Pensé que nunca más iba a volver a ver esto.
La muerte antes. El hombre no pensó otra victoria de Atlanta contra River
con él en la cancha. No se pensó en ninguna foto que testimoniara la victoria
más importante del Bohemio en los últimos 30 años. Un partido intruso en el
tiempo. Atlanta gana y rememora la juventud de ese hombre. Otra vez puede
pensarse con dientes, con pelos, vigoroso. También de saco y pantalón de
vestir.
Mi hermano, mi papá y yo nunca nos queremos tanto como cuando estamos en
la cancha. La tribuna es el refugio de la desinhibición. Esperamos el gol para
abrazamos. Para disimular la querencia genuina. Un pacto tácito que lo
entendemos así: te toco, nos tocamos, porque la pelota entró.
Atlanta tiene la magia de
evidenciarnos. De dejarnos ser nosotros mismos. Nos saca la careta. En esta
foto, yo sólo me dejo el cotillón del disimulo para tapar algunos huecos del
cuero cabelludo.
Mi estadío de limpiafondo dura hasta que descubro el truco. Creo entender
el efecto magnético de un momento que consagra la felicidad familiar. Y una
ausencia: la punta del ovillo de la tradición que nos hace de Atlanta. Ese
señor viejo, muy viejo, tiene que ser un extra. El eslabón prestado de una
cadena que, de otra manera, hubiese estado incompleta. Un señor que se viste
como se vestía mi abuelo para ir a la cancha. Un viejito que era como él. Mi
abuelo nos hizo de Atlanta a mi papá, a mi hermano y a mí. No está en la foto.
O sí. Está camuflado. Por si acaso, tuvo la prudencia de vestirse igual. Una
cuestión estética. Mi papá se ríe, mi hermano no llora y yo no me despeino. Todos
teníamos que estar bien para ese momento. Para la foto viva que rescató a mi abuelo de
la muerte.