El
niño levantó la mano y pidió salir, porque afuera estaban jugando
al fútbol. La maestra lo conminó a que se callara y aprendiera, que
para algo estaba en la clase.
Fue
entonces que el niño insistió con involucrarse en aquel partido. La
clase de esa maestra era la paradoja: le había enseñado que había
lugares que ofrecían mejores posibilidades para aprender.
La
historia es tan cierta como que el niño aquel se hizo futbolista. Ya
de grande, retirado de la actividad profesional, supo que el mercado
todo lo había arruinado. Que fue feliz de chico jugando al fútbol
porque tenía compañeros para defender. Y que era lindo hacer un
gol, porque sobrevenían los abrazos. También, que era mejor ganar
que perder, simplemente porque sus amigos se reían más cuando
sucedían las victorias.
De
las veces que jugó por plata, entendió que ninguna manifestación
dentro de la cancha fue genuina. Cuando asumió ese concepto, se
sintió otra vez el chico que no le hizo caso a la maestra. La misma
que, años más tarde, lo había insultado detrás de un alambrado
por haber errado un penal en un partido cualquiera.
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