Mi abuelo vio campeón de América a San Lorenzo. Es cierto que el Ciclón nunca se coronó en la Copa Libertadores, lo que constituye para ése club la más grande de las cuentas pendientes. Acaso un inmenso vacío que él sí logró llenar.
Antes de que se muriera, con mi papá y mi hermano le hicimos creer (nos aprovechamos de cierta pérdida ocasional de conciencia de ese hombre bueno, buenísimo, de 88 años, casi ciego y con problemas arteriales) que San Lorenzo había dado la vuelta olímpica en el Maracaná, ante Flamengo.
En el último tiempo mi abuelo tenía por costumbre preguntar las mismas cosas con una frecuencia que no superaba los tres minutos. La insistencia, al principio, causaba cierta incomodidad, por eso de que a nadie le gusta repetir lo repetido. La ventaja fue que, para nuestra historia de San Lorenzo en la Copa Libertadores, la sucesión de respuestas nos permitió mejorar el relato, hasta cargarlo de detalles inverosímiles que mi abuelo, se le notaba, saboreaba sin emitir palabras. Como aquel triunfo inventado en Barranquilla, con cuatro goles de Romeo en los últimos cinco minutos. Ese día, le dijimos, su San Lorenzo querido le había ganado 4 a 3 al Junior, luego de estar abajo 3 a 0. De entrada, por temor a ser descubiertos, habíamos limitada aquella supuesta hazaña a un empate agónico. Pero después convenimos en que no había que escatimar en emociones y el cuarto gol, una semana después, llegó por boca de mi hermano.
Mi abuelo no se murió hasta que el relato no alcanzó la entidad de proeza mayor. Una gesta que por la magnitud que le imprimimos estuvo por encima del valor que cobran, juntas, las siete Copas Libertadores de Independiente o las seis de Boca. Aquel inventado camino que le hicimos desandar a San Lorenzo fue tan glorioso que mi abuelo logró conmoverse hasta las lágrimas una vez cada siete días, el tiempo que pasaba entre una y otra visita a su casa.
La colección de imágines incluyó un gol de Romagnoli luego de gambetearse a siete jugadores y un triunfo en Montevideo ante Peñarol, con tres jugadores menos. Para mi abuelo no había ciudadano en el mundo más valiente que un uruguayo futbolista. Y hacia ese punto fuimos: enalteciendo la hombría de un equipo que se plantaba altanero en el mismísimo Centenario para llevarse todo el botín con sólo ocho guerreros.
Un día mi abuela escuchó de pasadita la fábula de ése San Lorenzo gigante y a punto estuvo, con un reto a nosotros, de tirar abajo lo que habíamos construido con paciencia de orfebre. Su impulso aguantado a tiempo por un guiño de ojo de mi papá, por suerte, la desalentó de tan inútil realismo.
Mi hermano decía que igual hubiésemos podido volver con la historia, a propósito de la falta de memoria de mi abuelo. Pero también especulamos con la traición de ese corazón gastado, que de tan poquito que latía no hubiese soportado el impacto de una verdad al desnudo.
El reía y era feliz en ese mundo montado en el éxito de un San Lorenzo al que le hicimos dar decenas de vueltas olímpicas en la Copa Libertadores. Hasta que mi abuelo, ya sin una pierna por tanta arteria tapada, decidió morirse. Se fue tranquilo, dijeron los médicos. Y sin deudas futbolísticas.
Antes de que se muriera, con mi papá y mi hermano le hicimos creer (nos aprovechamos de cierta pérdida ocasional de conciencia de ese hombre bueno, buenísimo, de 88 años, casi ciego y con problemas arteriales) que San Lorenzo había dado la vuelta olímpica en el Maracaná, ante Flamengo.
En el último tiempo mi abuelo tenía por costumbre preguntar las mismas cosas con una frecuencia que no superaba los tres minutos. La insistencia, al principio, causaba cierta incomodidad, por eso de que a nadie le gusta repetir lo repetido. La ventaja fue que, para nuestra historia de San Lorenzo en la Copa Libertadores, la sucesión de respuestas nos permitió mejorar el relato, hasta cargarlo de detalles inverosímiles que mi abuelo, se le notaba, saboreaba sin emitir palabras. Como aquel triunfo inventado en Barranquilla, con cuatro goles de Romeo en los últimos cinco minutos. Ese día, le dijimos, su San Lorenzo querido le había ganado 4 a 3 al Junior, luego de estar abajo 3 a 0. De entrada, por temor a ser descubiertos, habíamos limitada aquella supuesta hazaña a un empate agónico. Pero después convenimos en que no había que escatimar en emociones y el cuarto gol, una semana después, llegó por boca de mi hermano.
Mi abuelo no se murió hasta que el relato no alcanzó la entidad de proeza mayor. Una gesta que por la magnitud que le imprimimos estuvo por encima del valor que cobran, juntas, las siete Copas Libertadores de Independiente o las seis de Boca. Aquel inventado camino que le hicimos desandar a San Lorenzo fue tan glorioso que mi abuelo logró conmoverse hasta las lágrimas una vez cada siete días, el tiempo que pasaba entre una y otra visita a su casa.
La colección de imágines incluyó un gol de Romagnoli luego de gambetearse a siete jugadores y un triunfo en Montevideo ante Peñarol, con tres jugadores menos. Para mi abuelo no había ciudadano en el mundo más valiente que un uruguayo futbolista. Y hacia ese punto fuimos: enalteciendo la hombría de un equipo que se plantaba altanero en el mismísimo Centenario para llevarse todo el botín con sólo ocho guerreros.
Un día mi abuela escuchó de pasadita la fábula de ése San Lorenzo gigante y a punto estuvo, con un reto a nosotros, de tirar abajo lo que habíamos construido con paciencia de orfebre. Su impulso aguantado a tiempo por un guiño de ojo de mi papá, por suerte, la desalentó de tan inútil realismo.
Mi hermano decía que igual hubiésemos podido volver con la historia, a propósito de la falta de memoria de mi abuelo. Pero también especulamos con la traición de ese corazón gastado, que de tan poquito que latía no hubiese soportado el impacto de una verdad al desnudo.
El reía y era feliz en ese mundo montado en el éxito de un San Lorenzo al que le hicimos dar decenas de vueltas olímpicas en la Copa Libertadores. Hasta que mi abuelo, ya sin una pierna por tanta arteria tapada, decidió morirse. Se fue tranquilo, dijeron los médicos. Y sin deudas futbolísticas.
7 comentarios:
INCREIBLE relato.....
COnociendo las partes, inevitable terminar de leer con ojos llorosos.
EL PP
Coincido con PP: Increíble. Con anécdotas como esta la mentira se convierte en la máxima del amor verdadero.
Elías Leonardo
Muy bueno, se agradece el poder encontrar agradables relatos en momentos dificiles.
Abrazos de gol
DESPUES DE TODO LA VIDA ES UNA ILUSION.
yo no conozco a ningún protagonista de la historia pero igual me emocioné, es muy adorable!
Se hizo una obra de bien con el abuelo!!
Ojalá tenga años de salud para poder ver en la vida real esta historia.... Creo que sabés cuanto lo espero...
Abrazo amigo!
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