“El último partido no sería uno más. Era el último, que ya de por sí no era poca cosa. Y tenía el agregado de la conformación de los equipos. Convivían entre aquellas veintidós personas, abogados, obreros, licenciados, maestros, alumnos, arquitectos, albañiles, altruistas, egoístas y representantes de otra mucha gente.
De un lado se alistaron individuos bien abotinados y mejor auspiciados. Los otros, más austeros, se agruparon en la mitad de la cancha a consensuar lugares a ocupar y a brazo levantado aprobaron la estrategia de juego. Su vestimenta era roja y el nombre del equipo era tan largo por sus pretensiones inclusivistas, que hubo que resumirlo en “Lucha, Trabajo, Autogestión, Libertad y Amor, Mucho Amor”.
Los de buen pasar económico tenían unas camisetas repletas de publicidades, que impedían reconocer los colores que tenían. Lo que sí podía advertirse era la ideología de ese equipo, cuyo nombre era “Sálvese quien pueda”.
El partido empezó cuando el sol caía. Desde el arranque, se vio a un equipo dispuesto a dar lucha en la mitad de la cancha para, según se escuchó decir, expropiarles la pelota a sus adversarios. No siempre lo consiguieron, aunque nunca dejaron de intentarlo.
El primer gol llegó pasados los veinte minutos. Hasta ahí, predominaron los pelotazos cruzados y perdidos. De repente un muchacho alto, empresario, tomó la pelota en la mitad de cancha y encaró directo al arco. Pasó a uno, a otro, y siguió camino sin mirar a los costados, no por falta de receptores para el pase, sino porque no le importaba compartir la jugada. Cuando salió el arquero, ni siquiera se tomó la molestia de gambetearlo. Lo pasó por encima, ante la esquiva sanción del árbitro y definió libre de rivales y también de remordimientos.
Durante el juego, estuvieron bien claras las estrategias: unos proponían jugadas individuales, mientras los otros se agrupaban y daban pelea colectiva.
El empate llegó en el momento menos esperado. Exhaustos de tanto correr, hacer relevos y sentir en la carne la injusticia arbitral, aquellos once valientes juntaron fuerzas y fueron transpirados a buscar un córner. Sus rivales marcaron mal en esa jugada. O para mejor decirlo, ni siquiera marcaron. Su impunidad era tal que jamás concibieron que esos diez, porque el arquero se quedó para cubrir las espaldas de todos, tan cansados, podían quebrantar la resistencia impoluta, suntuosa, de jugadores poderosos, que creían juntar éxito al tiempo que respiraban.
El centro fue largo, al segundo palo. Por detrás se levantó desde bien abajo uno de esos jugadores que no tenían nombre y les ganó a muchos otros que tenían apellidos compuestos. De un frentazo bajo y al medio mandó la pelota al punto penal, donde un vendaval de piernas la cubrió por completo. Alguien, jamás se supo quién, ganó lugar donde no lo había y su puntazo fue a dar en la base de un palo, hasta meterse en el arco.
Fue el empate y los abrazos. Fue el gol y la gloria. Al cabo, fue la vivencia máxima de los que juegan por los sentimientos más nobles.
El partido siguió su curso, como sigue la vida. Hasta que un abrupto remate desde afuera del área volvió a cambiar la historia. Y también el resultado, claro.
El rubio al que nada le había faltado porque todo le habían dado pateó lleno de arrogancia y su remate soberbio, fríamente ejecutado, se incrustó en el ángulo superior derecho, allí donde no llega la Justicia”.
Fue inevitable que se me escapara un insulto. Cómo podía ser posible que después de semejante esfuerzo por el empate, sobreviniera un desequilibrio desde una acción individual, tan chiquita en lo humano como la soledad misma del acto.
Maldije al fútbol, pero seguí leyendo. Seguí con la esperanza de encontrar en esas líneas que quedaban aunque sea el empate de los de “Lucha, Trabajo, Autogestión, Libertad y Amor, Mucho Amor”. Y por qué no, un honroso triunfo que los dignificara aún más. Seguí leyendo hasta el final sin perder ni un poquito la creencia en esos muchachos con coraje, que habían empujado con sus corazones hasta dejar la vida en el intento.
Fue inútil. No encontré el relato de ningún gol. Ni uno más. La inequívoca descripción de los hechos acababa en ese 2 a 1 a favor de los capitalistas.
A punto de las lágrimas, alcancé, resplandecido, a ver todo en las últimas palabras:
“A pesar de la derrota, de aquellos muchachos quedaron eternizados su espíritu, el compañerismo, la lucha viva y su legado. En cambio los de “Sálvese quien pueda”, efímeros triunfadores, no vivieron más que para verse morir en vida”.
Conmovido, levanté la mirada para darle un abrazo a Braulio y decirle que al fin entendía de qué se trataba el fútbol, un juego eminentemente revelador. Braulio estaba quieto, con la cabeza hundida entre sus brazos apoyados sobre la mesa.
—Se murió— pensé.
Como uno de esos once héroes de camiseta roja, imaginé que Braulio también se había muerto después de dejar su testimonio. Porque ninguna persona que valga la pena se muere sin transmitir, aunque sea, una verdad. Y lloré. Ahí mismo lloré, casi desconsoladamente. Solo.
Hasta que Braulio espió con un ojo y me dijo que no llorara, que esos mártires habían dado la vida por todos nosotros y no tanto por ellos mismos.
También me dijo que lo llevara a la casa, porque el vino le había aflojado las rodillas. Sonreí. Y me reí, hasta largar una carcajada. De pronto me sentía feliz, como pocas veces. Quería salir corriendo ahí mismo, a gritar de alegría, aunque no hubiese sabido qué gritar.
Superado ese impulso del alma, pasé un brazo de Braulio por detrás de mi cuello y lo levanté de la silla de un tirón. Nobleza obliga, antes de salir del bar puse debajo de su copa de licor cinco pesos de propina.
De un lado se alistaron individuos bien abotinados y mejor auspiciados. Los otros, más austeros, se agruparon en la mitad de la cancha a consensuar lugares a ocupar y a brazo levantado aprobaron la estrategia de juego. Su vestimenta era roja y el nombre del equipo era tan largo por sus pretensiones inclusivistas, que hubo que resumirlo en “Lucha, Trabajo, Autogestión, Libertad y Amor, Mucho Amor”.
Los de buen pasar económico tenían unas camisetas repletas de publicidades, que impedían reconocer los colores que tenían. Lo que sí podía advertirse era la ideología de ese equipo, cuyo nombre era “Sálvese quien pueda”.
El partido empezó cuando el sol caía. Desde el arranque, se vio a un equipo dispuesto a dar lucha en la mitad de la cancha para, según se escuchó decir, expropiarles la pelota a sus adversarios. No siempre lo consiguieron, aunque nunca dejaron de intentarlo.
El primer gol llegó pasados los veinte minutos. Hasta ahí, predominaron los pelotazos cruzados y perdidos. De repente un muchacho alto, empresario, tomó la pelota en la mitad de cancha y encaró directo al arco. Pasó a uno, a otro, y siguió camino sin mirar a los costados, no por falta de receptores para el pase, sino porque no le importaba compartir la jugada. Cuando salió el arquero, ni siquiera se tomó la molestia de gambetearlo. Lo pasó por encima, ante la esquiva sanción del árbitro y definió libre de rivales y también de remordimientos.
Durante el juego, estuvieron bien claras las estrategias: unos proponían jugadas individuales, mientras los otros se agrupaban y daban pelea colectiva.
El empate llegó en el momento menos esperado. Exhaustos de tanto correr, hacer relevos y sentir en la carne la injusticia arbitral, aquellos once valientes juntaron fuerzas y fueron transpirados a buscar un córner. Sus rivales marcaron mal en esa jugada. O para mejor decirlo, ni siquiera marcaron. Su impunidad era tal que jamás concibieron que esos diez, porque el arquero se quedó para cubrir las espaldas de todos, tan cansados, podían quebrantar la resistencia impoluta, suntuosa, de jugadores poderosos, que creían juntar éxito al tiempo que respiraban.
El centro fue largo, al segundo palo. Por detrás se levantó desde bien abajo uno de esos jugadores que no tenían nombre y les ganó a muchos otros que tenían apellidos compuestos. De un frentazo bajo y al medio mandó la pelota al punto penal, donde un vendaval de piernas la cubrió por completo. Alguien, jamás se supo quién, ganó lugar donde no lo había y su puntazo fue a dar en la base de un palo, hasta meterse en el arco.
Fue el empate y los abrazos. Fue el gol y la gloria. Al cabo, fue la vivencia máxima de los que juegan por los sentimientos más nobles.
El partido siguió su curso, como sigue la vida. Hasta que un abrupto remate desde afuera del área volvió a cambiar la historia. Y también el resultado, claro.
El rubio al que nada le había faltado porque todo le habían dado pateó lleno de arrogancia y su remate soberbio, fríamente ejecutado, se incrustó en el ángulo superior derecho, allí donde no llega la Justicia”.
Fue inevitable que se me escapara un insulto. Cómo podía ser posible que después de semejante esfuerzo por el empate, sobreviniera un desequilibrio desde una acción individual, tan chiquita en lo humano como la soledad misma del acto.
Maldije al fútbol, pero seguí leyendo. Seguí con la esperanza de encontrar en esas líneas que quedaban aunque sea el empate de los de “Lucha, Trabajo, Autogestión, Libertad y Amor, Mucho Amor”. Y por qué no, un honroso triunfo que los dignificara aún más. Seguí leyendo hasta el final sin perder ni un poquito la creencia en esos muchachos con coraje, que habían empujado con sus corazones hasta dejar la vida en el intento.
Fue inútil. No encontré el relato de ningún gol. Ni uno más. La inequívoca descripción de los hechos acababa en ese 2 a 1 a favor de los capitalistas.
A punto de las lágrimas, alcancé, resplandecido, a ver todo en las últimas palabras:
“A pesar de la derrota, de aquellos muchachos quedaron eternizados su espíritu, el compañerismo, la lucha viva y su legado. En cambio los de “Sálvese quien pueda”, efímeros triunfadores, no vivieron más que para verse morir en vida”.
Conmovido, levanté la mirada para darle un abrazo a Braulio y decirle que al fin entendía de qué se trataba el fútbol, un juego eminentemente revelador. Braulio estaba quieto, con la cabeza hundida entre sus brazos apoyados sobre la mesa.
—Se murió— pensé.
Como uno de esos once héroes de camiseta roja, imaginé que Braulio también se había muerto después de dejar su testimonio. Porque ninguna persona que valga la pena se muere sin transmitir, aunque sea, una verdad. Y lloré. Ahí mismo lloré, casi desconsoladamente. Solo.
Hasta que Braulio espió con un ojo y me dijo que no llorara, que esos mártires habían dado la vida por todos nosotros y no tanto por ellos mismos.
También me dijo que lo llevara a la casa, porque el vino le había aflojado las rodillas. Sonreí. Y me reí, hasta largar una carcajada. De pronto me sentía feliz, como pocas veces. Quería salir corriendo ahí mismo, a gritar de alegría, aunque no hubiese sabido qué gritar.
Superado ese impulso del alma, pasé un brazo de Braulio por detrás de mi cuello y lo levanté de la silla de un tirón. Nobleza obliga, antes de salir del bar puse debajo de su copa de licor cinco pesos de propina.