“Se ha escuchado por algún rincón del mundo hablar de partidos jugados a muerte. O partidos de vida o muerte. En realidad, no hay partido alguno registrado en planillas oficiales con semejantes características. Confundidos por la pasión, habrán acuñado algunos tan ancha frase, quizás hija de la exageración del sentimiento, pero de ningún modo con pretendido rigor descriptivo.
Pero atención. Sí hubo encuentros jugados de esa manera, aunque carecen del conocimiento público. La creencia acerca de los auténticos partidos de vida o muerte deben gozar de la confianza de quienes, al menos, intuyen que este incipiente juego del fútbol es un ensayo de la vida misma”.
Lo que seguía era una enumeración de situaciones y personas que tuvieron que jugarse su existencia en partidos de fútbol. Absorto, miré a Braulio sin emitir palabra y de inmediato bajé nuevamente la vista.
“Los depresivos se dejaban ganar. Los suicidas, contrariamente a lo esperado, jugaban con un ahínco inusitado y hacían lo posible por alcanzar el triunfo. Una vez a salvo de la muerte, se mataban por sus propios medios.
Los viejos se daban el lujo de tirar caños adentro del área propia. Los más jóvenes, en cambio, se apuraban para despejar y ahuyentar el peligro, apremiados no tanto por incomodidades tácticas como por temores existenciales.
Los miserables temían perder porque sabían que nada habían aprendido en vida. Contrariamente, los generosos siempre se dejaban hacer algún gol.
Los ignorantes nunca sabían qué les convenía, si ganar o perder. Y los sabios se permitían dudar todo el tiempo.
Los políticos se pasaban la pelota unos a otros, pero no porque les interesara el beneficio colectivo.
Los ateos se despedían de su gente con llantos antes de empezar cada partido. Y los creyentes más fervorosos, también.
Un árbitro sobornado murió de culpa al caer en la cuenta de que once muchachos de unos treinta años perdieron la posibilidad de seguir viviendo por un penal que nunca existió. Enterado del asunto, el juez que dirigió a los sobornadores en una instancia más avanzada quiso hacer justicia y les cobró dos penales en contra, sin que hubiera infracción. Al otro día se suicidó al enterarse que dejó con vida a unos muchachos huérfanos que no superaban los 15 años y que jamás superarían los miedos al desamparo”.
Dejé el papel a un costado y salí del bar a tomar aire. Caminaba como un sonámbulo, sin saber por dónde pisaba. Menos podía saber si Braulio iba a estar cuando me decidiera a volver a la mesa. Tomé bocanadas de aire y estuve cinco minutos sin saber en qué pensar. Las imágenes se me amontonaban en la cabeza y las ideas se me chocaban sin que pudiera sacar conclusiones.
Decidí encarar de nuevo hacia la mesa, con una borrachera que cualquiera podía advertir al verme caminar. La orientación innata me salvó de tropezar con cuanto obstáculo pudiera haberme encontrado en el camino.
Todavía me faltaba leer la última parte del informe. Hasta aquel momento entendía que hubo quienes jugaron para vivir y lo hicieron del mismo modo que vivieron. Ése era un aprendizaje. Me daba escalofrío pensar sobre las muertes de los que padecieron la injusta sentencia de un juez. Pero se me tiñó la cara con una sonrisa cuando imaginaba a los generosos dejándose hacer un gol.
Sin embargo la más grande de las enseñanzas la encontré unas líneas más abajo.
Pero atención. Sí hubo encuentros jugados de esa manera, aunque carecen del conocimiento público. La creencia acerca de los auténticos partidos de vida o muerte deben gozar de la confianza de quienes, al menos, intuyen que este incipiente juego del fútbol es un ensayo de la vida misma”.
Lo que seguía era una enumeración de situaciones y personas que tuvieron que jugarse su existencia en partidos de fútbol. Absorto, miré a Braulio sin emitir palabra y de inmediato bajé nuevamente la vista.
“Los depresivos se dejaban ganar. Los suicidas, contrariamente a lo esperado, jugaban con un ahínco inusitado y hacían lo posible por alcanzar el triunfo. Una vez a salvo de la muerte, se mataban por sus propios medios.
Los viejos se daban el lujo de tirar caños adentro del área propia. Los más jóvenes, en cambio, se apuraban para despejar y ahuyentar el peligro, apremiados no tanto por incomodidades tácticas como por temores existenciales.
Los miserables temían perder porque sabían que nada habían aprendido en vida. Contrariamente, los generosos siempre se dejaban hacer algún gol.
Los ignorantes nunca sabían qué les convenía, si ganar o perder. Y los sabios se permitían dudar todo el tiempo.
Los políticos se pasaban la pelota unos a otros, pero no porque les interesara el beneficio colectivo.
Los ateos se despedían de su gente con llantos antes de empezar cada partido. Y los creyentes más fervorosos, también.
Un árbitro sobornado murió de culpa al caer en la cuenta de que once muchachos de unos treinta años perdieron la posibilidad de seguir viviendo por un penal que nunca existió. Enterado del asunto, el juez que dirigió a los sobornadores en una instancia más avanzada quiso hacer justicia y les cobró dos penales en contra, sin que hubiera infracción. Al otro día se suicidó al enterarse que dejó con vida a unos muchachos huérfanos que no superaban los 15 años y que jamás superarían los miedos al desamparo”.
Dejé el papel a un costado y salí del bar a tomar aire. Caminaba como un sonámbulo, sin saber por dónde pisaba. Menos podía saber si Braulio iba a estar cuando me decidiera a volver a la mesa. Tomé bocanadas de aire y estuve cinco minutos sin saber en qué pensar. Las imágenes se me amontonaban en la cabeza y las ideas se me chocaban sin que pudiera sacar conclusiones.
Decidí encarar de nuevo hacia la mesa, con una borrachera que cualquiera podía advertir al verme caminar. La orientación innata me salvó de tropezar con cuanto obstáculo pudiera haberme encontrado en el camino.
Todavía me faltaba leer la última parte del informe. Hasta aquel momento entendía que hubo quienes jugaron para vivir y lo hicieron del mismo modo que vivieron. Ése era un aprendizaje. Me daba escalofrío pensar sobre las muertes de los que padecieron la injusta sentencia de un juez. Pero se me tiñó la cara con una sonrisa cuando imaginaba a los generosos dejándose hacer un gol.
Sin embargo la más grande de las enseñanzas la encontré unas líneas más abajo.
3 comentarios:
Venga Compadre, no nos tengas esperando!
Es espectacular pero no nos podés dejar así!!!!!!!!!!
EL FINAL, QUIERO EL FINAL
M.
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