lunes, 24 de enero de 2011

No darse por vencidos


Era un equipo malo, malísimo; el peor de todos los equipos, si es que le cabía la calificación de equipo. Un rejuntado de jugadores con pies torcidos y ninguna aptitud física, eso eran. Tenían, hay que remarcarlo, la impronta sarmientista de los que siempre se presentan a jugar. Ni la más ominosa de las derrotas le doblaba las ganas a ese combinado de buenos muchachos, tenazmente consecuentes con el fracaso. El mérito secreto se develaba en la intimidad del vestuario: cualquier otro equipo se hubiese peleado a muerte después de una sucesión semejante de derrotas. Ellos, en cambio, se bañaban como si el resultado no los tocara ni para cosquillas.
Inmunes a las goleadas, sucumbieron ante el empate. Sucedió una vez, eso del puntito ganado. O perdido, si se profundiza la lectura. La indiferencia se les borró de la cara el día que no pudieron ganarles..
Mareados por no paladear el sabor amargo de siempre, reaccionaron ante el estímulo. Desde entonces, ya no quisieron perder. Se desgañitaban en la cancha, en fricciones absurdas, porque de antemano se sabía que llevaban las de perder. Qué podía esperarse de ese grupo de tortugas humanas, incapaz de acelerar la marcha cansina, que le valió incontables caídas. Pero el punto, fue el puntito ese. Los muchachos asumieron la bandera del “sí, podemos” y cambiaron la cabeza; el problema eran los pies, que seguían siendo los mismos. Y perdieron al partido siguiente, creyentes de la casualidad. También el otro, el sucesivo y uno más. Ahí sí, sobrevinieron las peleas, los recelos, las acusaciones. Hasta que uno gritó que ese empate, ese punto de mierda, era la peor de las derrotas. Silencio. Más silencio. El ruido a silencio se hizo insoportable y fue otro integrante del equipo el que habló. Y dijo que sí, que el empate les había sacudido la impronta de malos, que los había puesto en el camino de la duda y que ahora no sabían qué eran. Y un tercero los convenció de que un empate, nunca más.
-El empate es para los tibios- sentenció.
Hubo aplausos estruendosos tras la palabra tibios. También algunas lágrimas por la fuerza discursiva de un hombre que entendió qué era exactamente el grupo. Los malos, malísimos, no se volvieron a permitir empatar. La derrota los hacía ser ellos mismos, tener identidad. Conocían perfectamente que para ganar, hay que saber perder.

3 comentarios:

Negro.- dijo...

Muy buena historia

Anónimo dijo...

SIempre encuentro en este blog grandes historias. Nunca dejo de visitarlo. UN abrazo

Anónimo dijo...

Como siempre, tus historias son brillantes
Un abrazo.
Lea