Había una vez una comunidad de sapos que definía los honores en partidos de fútbol. Eran torneos en los que perder seguido significaba salir último; dicho más dolorosamente, ser cola de rana. ¿Se imaginan la afrenta que implicaba eso para los sapos?
Los sapos más grandes se creían los dueños de las decisiones de todos. La mirada intimidante del escuerzo solía imponer las reglas sobrentendidas. Al que le gustaba, mejor por él; al que no, se tenía que tragar el sapo de la dictadura de las minorías.
El que por fin se rebeló fue el sapito Verde Agua. Le decían así, porque no tenía la piel tan oscura como los otros miembros de la comunidad.
No quería el escuerzo mayor, ese al que nadie se le animaba a croarle ni bajito, que jugara Verde Agua. Decía que con él perdían seguro, que era como tener uno menos, que no sabía saltar, que croac, croac, croac. Y así, de tanto decir, ni cuenta se dio que el partido empezó con el sapito en cancha. Cuando lo advirtió, disparó la amenaza:
—Sos sapo muerto, renacuajo.
Lejos de amedrentarse, Verde Agua saltó por todos lados para recibir libre la pelota. Hasta que fue por un centro anodino que no invitaba a la carga. Su impulso de búsqueda lo puso de frente a un arquero que asustaba de tanta cara de sapo. Sin embargo él, el sapito enano, saltó y aunque no llegaba y juró que no llegó, porque no pudo ser, pero resulta que sí, el sapo más sapito hizo el gol del triunfo, por eso dio un salto, orgulloso, para festejar y por eso también dio otro tan largo como el del cabezazo para caer delante de aquel escuerzo arrogante; cara a cara. Y ahí sí, sin que fuera para tragar ningún bichito, Verde Agua sacó la lengua.
1 comentario:
genial, genial, genial.
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