domingo, 27 de noviembre de 2011

Ensayito sobre la estupidez


La mayor estupidez humana es creer que la estupidez es sólo ajena. Que los demás son los que se entreveran en asuntos inútiles. Si tan sólo nos espiáramos de reojo descubriríamos tantas miserias internas que acabaríamos por tolerar la evidente estupidez de los otros.
Pero hay un único lugar en el que me creo a salvo; en la tribuna soy capaz de resistir mi propia estupidez. De todos modos, no estoy seguro de esta afirmación. Por las dudas, elijo no revisarme con mirada de láser para no perder el único invicto de estupidez que me reconozco.
La cancha es una caja de resonancia de cómo somos. “No es que ahí nos transformamos; simplemente, nos evidenciamos”, me dijo una vez alguien a quien le admiro su inteligencia y, tal vez, ciertas conductas estúpidas. La inteligencia siempre es admirable. En cambio admirar la estupidez es eso: una estupidez.
Cuando voy a un partido como periodista, me pierdo el contacto directo con la tribuna, con la población futbolera. Sin gente, el fútbol es apenas un juego; los hinchas lo entendemos como una de las maneras de vivir. Se equivoca el que piensa que es la única; ese es el estúpido.
Siempre, o cuando empecé a tener más conciencia, me llamó la atención cómo en las tribunas se consagra la estupidez más que en ningún otro lugar. Y sin embargo, sigo eligiendo ir a esa selva de voluntades anónimas que, cada tanto, coinciden en abrazos cuando la pelota por fin entra y el arquero rival es condenado al cadalso.
Puede que resulte estúpido decirlo: pero nada me regocija y enseña tanto como festejar un gol o sufrirlo en las vísceras. Ese es, creo, el límite de la estupidez que superé: haber aprendido a ganar y también a perder.

No hay comentarios: