Si jugaban a la pelota era por él.
Lo habían admirado, sabiendo de su leyenda. Sin embargo, de su boca jamás había
salido una palabra que lo vinculara con la gloria que los demás relataban. Enaltecido
como mito popular por voluntad ajena, jamás aportó a la causa con historias
personales. Los chicos le conocían el pasado por trasmisión generacional y el
presente, con ojos propios. Él no los encandiló diciendo, sino por su manera de
ser. Lo vieron pelear como a un león, a pesar de su cuerpo desvencijado. Se habrán
preguntado más de una vez cómo habrá hecho para ganar partidos él solo con esa
endeblez que entregaba la evidencia de la foto actual. La Leyenda tenía la
fuerza inusitada de la verdad. Y peleó por la canchita, para que ése terreno
baldío fuera de ellos y no el patio trasero de las empresas de la basura. Y escudriñó
a los ojos a los funcionarios que le alargaban las respuestas con evasivas
burocráticas y pateó escritorios y organizó marchas y lloró cuando nadie lo
vio; las leyendas no lloran.
Ninguno de los chicos fue a su
velorio. Los mejores homenajes no persiguen
los formalismos. En el barrio de la leyenda prefirieron el fútbol; los chicos
lo velaron jugando. Y cada gol estaba implícitamente dedicado, igual que la
convicción de sentirlo vivo ahí y no muerto en un cajón. Se jugó todo el día
bajo la lluvia. Bajo una lluvia intensa, como la Leyenda. Y amable, como para
ayudar a disimular las lágrimas de los que jugaban.
1 comentario:
Muy, pero muy bueno
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