El partido entre felices e infelices se sospechaba existencial. Los tristes de un lado y los sonrientes del otro se enfrentaban tal cual eran. Dichosos los felices que salían a la cancha con una sonrisa. De costadito los espían los infelices, que no les preocupaba en lo más mínimo ocultar sus desgracias. Con esas caras tan amargadas pasearon su fútbol de alto vuelto contra la alegría ajena. Y los goles se sucedieron como antes los infortunios en su vida. Uno, dos, tres, cuatro, hasta ocho llegó la cuenta. Los infelices lograron un triunfo que nadie hubiese obviado festejar, salvo ellos; acostumbrados a la amargura, no pudieron disfrutar.
Sin embargo lo peor no les pasó a los que nada cambiaron. Como nadie les había enseñado a perder, los que hasta ese partido eran felices se llenaron de tristezas.
Desde entonces, en ese lugar de no sé donde nadie es feliz.
Sin embargo lo peor no les pasó a los que nada cambiaron. Como nadie les había enseñado a perder, los que hasta ese partido eran felices se llenaron de tristezas.
Desde entonces, en ese lugar de no sé donde nadie es feliz.
Alguien que jugó aquel partido, después de mucho pensar y mucho reír y llorar, concluyó: “La felicidad no se alcanza nunca. Pero ni uno debería dejar de perseguirla. JAMÁS”.
3 comentarios:
Y pese a la amargura que se esconde detrás del árbitro.
Elías
Yo no creo en la felicidad (ni en ella ni en su existencia), pero sí en momentos de bienestar. Paradójicamente, creo que nos pasamos la vida buscando a la loquita felicidad. Qué onda? Lo que nos mantiene vivos es el desafío de alcanzarla? El desafío de ganar ese partido? Por qué? Para qué?
En fin, era eso nomás... Besos!
Está bien siempre tener una zanahoria para perseguir. Seria como una referencia, para no bandearnos o al menos tener hacia donde mirar. Me gustó tu post
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