Llevaba mil noches de café con ella sin animarme a destronar al miedo. El combate hubiese acabado con el solemne acto, tan simple como complejo, de un beso. Los últimos años los había transitado entre las más elaboradas estrategias y la energía puesta al servicio de ese momento que podía durar segundos, apenas. Pensé situaciones graciosas, serias, formales y las arrebatadas, también. “Qué tantas vueltas”, me decía para convencerme de que tenía que rescatar la acción de ese menjunje burocrático de palabras. Al ritmo que llevaba, iba a ser más factible la úlcera por tanto café que el zampe en la boca de un beso como Dios (¿existe?) manda.
Ella me entregaba unos “sí” chiquitos, en cuotas bien disimuladas, a larguísimos plazos. En cambio yo, que soy de esos cobardes que van con armadura, a punto de lanza, y así y todo no se animan a la estocada final, necesitaba un “sí” entero, generoso, refrendado en la cara.
No pasó. Era lógico. Ninguna dama que se precie de serlo lo hace. Pruritos de ahora, herencia eterna, quién sabe. Ella esperaba, supongo, un arrojo de mi parte, pero sin conceder en los modos. Debía darme cuenta yo solito si ella tenía sus labios en espera, concluí. Tomé carrera y coraje. Lo pensé tantas veces que sería imposible cuantificarlas. Hasta que llegaba y la miraba. Entonces se desvanecía cualquier elucubración. Recitaba la letanía “cómo estás-tomamos un café-qué contás-nos vemos” y así la vida. Mi vida. La de ella sería otra, seguramente mucho más saludable. Mi boca frustrada tenía impregnada la sequedad de los no besos y el marrón del café. Lo más triste es que no vislumbraba cómo saltar aquella barrera de hierro.
Hasta que un día pasó lo ridículo. De pronto le vi levantar la vista y espiar el único televisor del bar que solíamos frecuentar. Le adiviné la mirada enfocada en otro lugar que no era yo, aunque en mi afán de que ella no se diera cuenta, seguí hablando. La vi cómo lentamente se fue despegando de la silla, mientras se inclinaba hacia adelante. La cara se le transformaba en cámara lenta y la sonrisa le iba ganando el semblante. La vi saltar de un tirón y levantar los brazos, invadida por la euforia. “Gol de Chacarita”, me soltó con dulzura y me abrazó, como se abraza a otro hincha.
Aunque no lo crean fue un gol de ellos, de la contra, del equipo que a los de Atlanta nos causa erupción en la piel. No digo que lo grité, pero lo recuerdo como un relámpago revelador.
Con ella había hablado de todo. Cuando digo de todo creía ser literal. Pero nunca habíamos charlado de fútbol. Jamás pensé que a ella, tan dulce, refinada e intelectual, le interesara el deporte donde los hombres sublimamos nuestro machismo. Hubiese sido perder el tiempo. ¿Para qué? Pensaba que hablar de fútbol, acaso, alargaba la posibilidad de llegar hasta el beso. O peor aún, que me quitaba cualquier aspiración para darlo.
No dejé de ser de Atlanta ni un instante. Pero en aquel momento me dejé llevar por su alegría y así, envuelto en su grito, confundido, en el fragor de un hecho nunca bienvenido para mí, le estampé un beso mil veces demorado.
6 comentarios:
Muy bueno lito rod! Se puede decir que por un instante hubo algo de sentimiento tricolor, pero claro, ocasionado por una de las cosas más bellas que tiene este mundo: las mujeres.
Felicitaciones por cada una de tus historias. Abrazo!
Gran historia.
¿Cuándo se volverá a jugar ese clásico?
Debo decirte Marcelo, que éste texto me ha encantado, mi favorito de lo que te he leído. Felicidades por tan lindo relato.
Tan ridículo como increible que funcionen finalmente estas cosas. Las mujeres que animadas al sutil coqueteo no entienden como hemos podido obviar sus señales y los hombres que, entendiendolas a la perfección, creemos que hemos malinterpretádolo todo.
Saludos desde Glorias Pasadas, me declaro fan.
Guido: nunca hubo sentimiento tricolor; ni siquiera en ese instante.
Anónimo: creo que el año que viene se vuelve a jugar el clásico. Siempre y cuando Chacarita no descienda.
Chiva: Me alegra que te haya gustado. Para eso estamos.
Damián: evidentemente decodificaste muy bien el misterio entre hombres y mujeres. Es una tarea que me debo.
Mi estimado Marcelo, la situación que maravillosamente escribes alguna vez la pasé con una puma. ¿El orgullo o el beso?, dilema que pocos aficionados prevenimos.
Elías
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