martes, 31 de agosto de 2010

Póngale así, como le digo


Carlos Bernabei tiene segundo nombre por insistencia del padre. Tenía su madre la idea fija de una denominación simple, para cumplir con la ley y punto: un nombre, un apellido. Criado en la pobreza, Don Celso, el padre de Carlos, se dio el lujo vulgar de una nomenclatura compuesta. Un apellido, sí. Pero nombres, dos.
—Que sea también Alberto— insistió.
No había ascendiente familiar que justificara ése segundo nombre. Tampoco el gusto por así llamarlo. Nunca entendió aquella buena señora tanta insistencia de parte de su marido. Resignada, finalmente concedió sin que mediaran explicaciones.
El que supo los verdaderos motivos fue el que recibió la bendición de su padre. A él, que así me lo contó, no le gustan sus nombres por separado. El detalle estético es apenas la consecuencia de una idea superadora de su papá. Fue Don Celso el que lo pensó y le hizo entender a su hijo que el club y su propia identidad estaban intrínsecamente fundidos en las siglas. Que se llame Carlos Alberto Bernabei, convenció el hombre. No se enteró su esposa que él, tan fanático, había pensado en Club Atlético Banfield.

jueves, 26 de agosto de 2010

Aquella vez de nunca más


Les juro que era tan pero tan linda, que después no fue lo mismo con otra. Siempre impecable. No exagero si digo que era la envidia de todos los muchachos del barrio. Coqueta, radiante, era como la novia que todos querían tener. “Traela”, me decían los chicos cuando nos juntábamos en la canchita de siempre. Yo me daba cuenta que para ellos no era igual si no la llevaba. Su presencia le aportaba otra motivación al partido. Ella no era cualquiera, una más, la reemplazable, la que da lo mismo si total, lo que importa somos nosotros, los que nos juntamos a jugar. No. Si estaba ella era diferente.
Me tienen que creer: no vi una más hermosa que ella; tan brillante, tan maravillosa. Con decir que era difícil, para quien fuera, evitar la tentación de acariciarla. Lo advertía en los ojos de los muchachos cuando la veían. Confieso que me causaba cierto orgullo que fuera mía. Enteramente mía.
Supe de ella por última vez en un partido al que la había llevado. Ese día lloré como alguien que pierde a un amor grande.
El Rusito Horacio corrió furioso a su encuentro y de un patadón grosero la revoleó lejos. Todavía me pregunto con qué necesidad lo hizo. Desterrada de la cancha, ella, la única pelota de fútbol que tuve, sucumbió reventada al paso de un auto.

lunes, 23 de agosto de 2010

Buen provecho


Ernesto come fuera de su casa todas las noches. No por el gusto de la alta gastronomía. Tampoco por su contrario; es decir, sus salidas no responden a la aversión por la comida casera. Ocurre que Ernesto está solo. O es solo, tal cual repite cada vez que se lo interpela por cómo anda, cómo está, qué le gusta leer o cualquier cosa que se le pregunte. El ejercicio de la indagación trivial tenía siempre el mismo final en el caso de Ernesto. Con profundidad, este hombre de buen talante y mirada nostálgica redunda: soy solo.
Desde que su mujer falleció, la cena se había convertido en su carga más pesada. El desafío de llenar la panza incluía un plan para desactivar la memoria emotiva. Fue por ella más que por él que arrancó su ronda de noches por restaurantes.
Su primera mesa compartida con un comensal hasta entonces desconocido fue hace unos años. Un hombre que también, como él, tendrá unos setenta años. Sin acordar encuentros, los dos solitarios se fueron cruzando en el mismo lugar, en idéntica mesa.
El compañero de Ernesto es hincha de Boca. Militante del fútbol, su tema preferido es el partido del fin de semana de su equipo.
Siguiendo el manual del amigo nuevo, Ernesto se consustanció con la causa y habla de Boca con la enjundia de un fanático.
De a poco, gracias al fútbol, la amistad se hizo resistente a la casualidad. Hasta hace dos años no habían compartido la cancha, ya que Ernesto se excusaba por un dolor de rodillas que arrastra desde hace diez años. Pero el día que Boca estaba por dar la vuelta olímpica no hubo evasiva posible. Su compañero de soledades le había hecho una invitación inadmisible de rechazar.
Fue por su gran aliado que Ernesto volvió a la Bombonera; la última vez había sido en un clásico con River. Una lágrima se le cayó al hombre que ya no se siente solo a la hora de la cena. Una lágrima como la que vio recorrer por la cara de su amigo, cuando Boca hizo el gol que le dio el campeonato. Fue un abrazo intenso que se dieron al final. Un momento sentido de dos tipos sensibles, viudos, y adoradores del fútbol. Uno, fanático de Boca. Ernesto, venenoso hincha de River.

lunes, 16 de agosto de 2010

El momento ideal


Llevaba mil noches de café con ella sin animarme a destronar al miedo. El combate hubiese acabado con el solemne acto, tan simple como complejo, de un beso. Los últimos años los había transitado entre las más elaboradas estrategias y la energía puesta al servicio de ese momento que podía durar segundos, apenas. Pensé situaciones graciosas, serias, formales y las arrebatadas, también. “Qué tantas vueltas”, me decía para convencerme de que tenía que rescatar la acción de ese menjunje burocrático de palabras. Al ritmo que llevaba, iba a ser más factible la úlcera por tanto café que el zampe en la boca de un beso como Dios (¿existe?) manda.
Ella me entregaba unos “sí” chiquitos, en cuotas bien disimuladas, a larguísimos plazos. En cambio yo, que soy de esos cobardes que van con armadura, a punto de lanza, y así y todo no se animan a la estocada final, necesitaba un “sí” entero, generoso, refrendado en la cara.
No pasó. Era lógico. Ninguna dama que se precie de serlo lo hace. Pruritos de ahora, herencia eterna, quién sabe. Ella esperaba, supongo, un arrojo de mi parte, pero sin conceder en los modos. Debía darme cuenta yo solito si ella tenía sus labios en espera, concluí. Tomé carrera y coraje. Lo pensé tantas veces que sería imposible cuantificarlas. Hasta que llegaba y la miraba. Entonces se desvanecía cualquier elucubración. Recitaba la letanía “cómo estás-tomamos un café-qué contás-nos vemos” y así la vida. Mi vida. La de ella sería otra, seguramente mucho más saludable. Mi boca frustrada tenía impregnada la sequedad de los no besos y el marrón del café. Lo más triste es que no vislumbraba cómo saltar aquella barrera de hierro.
Hasta que un día pasó lo ridículo. De pronto le vi levantar la vista y espiar el único televisor del bar que solíamos frecuentar. Le adiviné la mirada enfocada en otro lugar que no era yo, aunque en mi afán de que ella no se diera cuenta, seguí hablando. La vi cómo lentamente se fue despegando de la silla, mientras se inclinaba hacia adelante. La cara se le transformaba en cámara lenta y la sonrisa le iba ganando el semblante. La vi saltar de un tirón y levantar los brazos, invadida por la euforia. “Gol de Chacarita”, me soltó con dulzura y me abrazó, como se abraza a otro hincha.
Aunque no lo crean fue un gol de ellos, de la contra, del equipo que a los de Atlanta nos causa erupción en la piel. No digo que lo grité, pero lo recuerdo como un relámpago revelador.
Con ella había hablado de todo. Cuando digo de todo creía ser literal. Pero nunca habíamos charlado de fútbol. Jamás pensé que a ella, tan dulce, refinada e intelectual, le interesara el deporte donde los hombres sublimamos nuestro machismo. Hubiese sido perder el tiempo. ¿Para qué? Pensaba que hablar de fútbol, acaso, alargaba la posibilidad de llegar hasta el beso. O peor aún, que me quitaba cualquier aspiración para darlo.
No dejé de ser de Atlanta ni un instante. Pero en aquel momento me dejé llevar por su alegría y así, envuelto en su grito, confundido, en el fragor de un hecho nunca bienvenido para mí, le estampé un beso mil veces demorado.

viernes, 13 de agosto de 2010

Epitafios II


Yace aquí alguien que, mientras fue futbolista, jugó por su camiseta a muerte. ¿A qué jugará ahora?

lunes, 9 de agosto de 2010

Epitafio


“Ese gol, ese que nos mandó al descenso, lo pude haber evitado. Pero si nos salvábamos, qué hubiesen sabido queridos hinchas sobre el verdadero sufrimiento. Yace aquí el tipo que más hizo en la vida por ustedes.”

Arquero anónimo

lunes, 2 de agosto de 2010

La esencia


Vi al equipo de los descalzos. Le vi la tierra debajo de las uñas de los pies y le vi los callos en los deditos. Arrastraba ese equipo una chuequera simpática y la planta pelada. Todo a la vista.
Pero ese grupo tenía aún más desnudo el corazón. Los de patas curtidas por el aire y el suelo jugaban a jugar y se imaginaban que el mundo y sus vidas podían ser mejores si se pasaban la pelota. Cuando pateaban, los descalzos nunca dejaban de sonreír.
A veces sufrían los pisotones de los otros, de los rivales con botines. De esos que necesitaban cordones para sujetar y cuero para revestir el cuero. Coincidentemente con sus pies, los equipos con botines tenían recubierto el corazón. Ninguno se permitía soñar. El partido, entonces, quedaba encerrado en lo que allí pasara, sin agregarle o quitarle emoción. No eran como los descalzos. A ellos sí que les gustaba pensar que el juego sólo tenía sentido para burlarse de la realidad.
Nunca se vio a un equipo tan feliz. Aunque perdiera. Se las arreglaban los de patas libres para imaginar que habían corrido como ninguno, festejado como pocos y entendido el secreto del fútbol a la perfección. Así, desnuditos, sin nada que se interponga entre los pies, el corazón y la pelota.